Relatos

Relato Ascenso al volcán Maipo. 5323 msnm – 14 al 16 de Abril

Participaron: Matías Bascuñán, Thomas Schulze-Boing, Paris Capetanópolus, Sergio Ellmen y José Ignacio Contreras.

Cuando me invitaron a participar del ascenso al Volcán Maipo pensé, casi por reflejo, que me hacían cómplice de un ilícito. En nuestro país el acceso a valles y monumentos naturales se ve cada día más comprometido y dentro de la extensa lista de destinos prohibidos, el verdadero cajón del Maipo, no el que termina en el Volcán San José, que casi todos conocemos, sino el que atraviesa la cordillera hasta Argentina, es un ícono emblemático. El gasoducto transandino, administrado por Gasco S.A. fue la razón histórica de que este acceso se encontrara inhabilitado durante tantos años y que hoy, gracias a la gestión de federados y activistas independientes del montañismo nacional, cuente con un protocolo de acceso medianamente razonable.

Unos cuantos kilómetros más hacia el sur desde la conocida zona de escalada de Las Melosas, se alcanza el portón del fundo Cruz de Piedra, puerta de acceso a un valle que remonta el río Maipo hasta sus orígenes, uno de los cajones más prístinos del  valle central. Un cajón que, a diferencia del que lleva hasta el Volcán San José, o el mismo Valle Arenas, no ha conocido la explotación intensiva en minería y generación eléctrica, ni la indolencia de los turistas que tan frecuentemente olvidan su basura. Es por estas razones que se ha convertido en un santuario de guanacos y otras especies nativas protegidas, que paulatinamente han desaparecido de nuestro paisaje producto de la caza ilegal y la depredación de su entorno natural. Después de recorrer unos 60 km por un camino de tierra habilitado para 4X4, entre magníficos cóndores, nacimientos de ríos y fértiles vegas, unas tres horas si se considera tomar fotografías, se alcanzan los faldeos del Volcán Maipo. Hace unos 500 mil años este volcán hizo erupción, siendo su epicentro la Laguna del Diamante, ubicada del lado argentino, una megacaldera que de reactivarse, sería capaz de borrar de la faz de la Tierra a Mendoza y gran parte de la Región Metropolitana. Hoy, el Volcán Maipo es un monstruo imponente y solitario, su cráter se encuentra cubierto de hielo y su silencio infunde un respeto sagrado.

Desde el lugar donde dejamos los vehículos, caminamos durante dos horas más hasta el llamado campamento alto. Habíamos decido atacar el volcán por su ladera oeste, ruta publicada por Andes Handbook para el ascenso por el lado chileno. Armamos campamento sobre los 4200 msnm, una altura razonable para la aclimatación que habíamos realizado las semanas anteriores. El atardecer nos regaló hermosas imágenes de los Picos del Río Bayo, un conjunto de aterradoras agujas que por lo visto no registran ningún ascenso. Después de cenar y dormir relativamente bien, nos levantamos a las 3:45 am con el objetivo de comenzar la marcha a 4:30 am. Por supuesto nos atrasamos una media hora del programa, cerrando las carpas a las 5 am. Recién a eso de las 8 am estábamos en la ladera oeste del volcán. El amanecer pintaba los Picos del Bayo y el Nevado de Argüelles sobre un cielo de azul cobalto intenso. Hacia arriba la falsa cumbre se veía ilusoriamente próxima. Lo único que se revelaba como un obstáculo inmediato era la calidad del terreno: un acarreo congelado con una pendiente de 30º a 45º y algunas trepadas de roca que siempre resultaban bienvenidas en comparación a la inestabilidad general del ascenso.

El nivel heterogéneo de preparación y estado físico del grupo, rápidamente nos dispersó en dos grupos. El viento, de 45 km/hr promedio con ráfagas de 60 km/hr, era un factor considerable en nuestra contra. He realizado ascensos en invernal a los Dientes del Diablo, travesías sobre glaciar en primavera en el Loma Larga, el Mesón Alto y el Volcán Osorno, y un intento al Cerro Bello en otoño, ubicado en un valle que con suerte recibirá unas 3 horas de luz directa al día en esa fecha. En ninguno de dichos ascensos he marchado con parka de pluma, mitones y Balaklava. En esta ocasión lo llevaba todo puesto y aún así sentía frío. La temperatura era de -10 C, pero la sensación térmica fácilmente pudo haber alcanzado los  -20 C. Avanzábamos muy lento. Tardamos casi 8 horas en alcanzar los 5000 msnm, apenas 800 metros de desnivel desde el campamento base. La dispersión de nuestro grupo en este momento era preocupante. Cada uno marchaba en solitario, en silencio. Los tres que llevábamos la delantera, a unos 50 metros entre nosotros, los otros dos, unos 200 metros lineales más atrás. Por mi parte ya estaba percibiendo la falta de oxígeno. Miraba hacia abajo y las pequeñas piedras del acarreo me sugerían rostros y formas grotescas. Para poder avanzar a un ritmo constante empleé la técnica de contar hasta cien pasos antes de tomar un descanso de un minuto y continuar. He descubierto que esto me permite regular la respiración y evitar algunos síntomas del mal de altura. Levanté  la cabeza y vi que Thomas, cordada de innúmeras y satisfactorias cumbres, se había desviado hacia la derecha, en busca de rocas que le permitieran seguir ganando altura sin tantos resbalones. Yo había hecho lo propio por el lado izquierdo y en breve estábamos a suficiente distancia para estar incomunicados. Una radio no hubiese estado demás, pensé.

Era evidente que habíamos subestimado el nivel de exigencia física del ascenso, al menos en Abril, que es la fecha límite para acometer el volcán. Sin embargo ya estábamos ahí, demasiado cerca para volver con el rabo entre las piernas. Por este motivo se exponen muchos montañistas a graves accidentes y hasta a la muerte. Lo importante es conocer los propios límites y tener una reserva importante de energía para la vuelta. Hacer un juicio exacto sobre esto es complejo. Sin cierto grado de optimismo se renunciaría a la mayor parte de las cumbres, con un optimismo excesivo, tarde o temprano se volverá sin vida de alguna. Hice un último esfuerzo de pura voluntad y remonté un pequeño farellón con nieve hasta el filo cumbrero. Vi a mis compañeros unos 200 metros más abajo, incluido Thomas, que según averigüé más tarde, se topó con un farellón de rocas irremontable y se vio forzado a volver a la línea central por la que ascendíamos antes de separarnos. El grupo parecía dirimir un asunto de gran importancia. Les hice una seña. Grité.  Nada. No me vieron ni escucharon. El viento me ayudó empujándome en la recta final de la falsa cumbre. Trescientos metros más adelante vi la verdadera cumbre, ahora sí bastante cerca, a no más de diez minutos. Subí empujado por el viento, como un títere o un monaguillo en un éxtasis religioso. Una cruz de hierro acostada trasuntaba lo sagrado del lugar y asomándome con temor vi del otro lado la sublime Laguna del Diamante.

Esperé 20 minutos en la cumbre la llegada de mis compañeros. Saqué las fotografías que pude, o más bien las que el viento me permitió. En este momento las ráfagas alcanzaban los 80 km/hr, una velocidad suficiente para hacerme perder el equilibrio. El tiempo estaba empeorando considerablemente y nadie aparecía. Eran las 3 de la tarde. Una hora muy avanzada para considerarla segura. Comencé el descenso. Nunca antes me sentí tan vulnerable. El viento, que me había asistido en el último tramo de ascenso, ahora literalmente me despojaba de la capucha de mi parka, me empañaba los lentes y me exponía como un miserable gusano. Pensé en mis seres queridos, en mi novia, en mi familia y en mi pobre madre quien siempre se imagina lo peor cuando le digo que voy a internarme en la cordillera. En general evito estas reacciones emocionales, o las cojo a la ligera para que no me distraigan del objetivo, pero esta vez, no sé si por estar solo en la cumbre o por encontrarme de modo tan palmario con mi propia fragilidad, ocurrió algo muy profundo, que me reveló por un instante la presencia de algo grande e inexplicable.

Ante la pregunta de por qué hacemos montañismo, no resulta fácil dar una respuesta definitiva. Cada uno responde a ella desde su propia poética y sensibilidad. Lo que he descubierto en conversaciones con amigos y co-aficionados es que algo extraordinario ocurre en las cumbres. Algunos ríen, otros lloran de emoción y no falta el que siente el impulso de sacarse la ropa y salir corriendo por los glaciares como si de prados se tratara. Tal vez sea producto de la extenuación, la hipoxia, o la coronación de un acto totalmente desinteresado y por ello tan porfiadamente humano. En mi caso con frecuencia he sentido una suerte de nostalgia. Como si este momento glorioso que existe en mi imaginación nunca se cumpliera total y cabalmente. En esta ocasión, mientras bajaba del enorme monstruo, vi a las montañas como el gran taller de los dioses, donde las energías se desatan con una violencia que en su cúspide no permite la vida, pero que desde su base hacia los valles todo fecunda con misteriosa ternura. Desde la primera hebra de agua, el verdor de las vegas aparece y sobre ellas las bestias cubiertas de pelo y todo lo conocido y amado por el hombre. Ascender al lugar donde se originan estas fuerzas creadoras es un sacrificio transformador. Destruye en nosotros la inconstancia y nos regala una visión más preparada para abrazar la unidad fundamental de todas las cosas. Si pudiéramos volver con apenas una brasa de esa sabiduría, todo nuestro sacrificio cobraría un nuevo significado.

Por José Contreras (socio DAV)