Relatos

Relato de una salida exploratoria al cerro Los Guzmanes en Ski por Philippe Boisier

Relato de una salida exploratoria al cerro Los Guzmanes en Ski

 

Me desvié del camino, y en medio de unas grandes rocas que se habían caído encontré el pequeño, claro y alegre manantial que ha brotado allí, a dos mil pies del suelo, primero una capilla, luego un asilo. Esta es la forma de vida ordinaria de este país, que sus grandes montañas hacen religiosa: primero el alma, luego el cuerpo. El manantial cae de una hendidura en las rocas en largos filamentos de cristal, aflojé su clavo oxidado del viejo cuenco de hierro de los peregrinos, y bebí de esta excelente agua, y luego entré en la capilla que toca el manantial.

 

Victor Hugo, En Viaje, Alpes et Pyrénées (1890)

 

Dos semanas atrás, al llegar al Paso de las Damas, en la salida con Wolfhart, me senté a descansar y contemplar las vistas del valle, pensado entre otras cosas en la trayectoria que tuvo el Fairchild Hiller FH-227 que llevaba el equipo de rugbistas uruguayos, que hace prácticamente 48 años atrás (el 13 de octubre de 1972) pasó por este valle y chocó con una ladera del cerro Seler, un poco más al norte del lugar donde me encuentro, para luego estrellarse en el valle del Atuel. Los sobrevivientes permanecieron en la montaña más de 70 días, lo que demuestra lo remoto e inaccesible que debe de haber sido este sector en ese entonces.

Hoy este valle, subcuenca del Tinguiririca, es accesible hasta un poco más abajo del paso, por un camino realizado por una de las cuatro centrales hidroeléctricas de paso que coexisten en esta cuenca, las que asumo deben conformar, en su conjunto, una importante fuente de energía para la zona central de Chile. Desde este lugar observo además, valle abajo, la ladera oriente del cerro Los Guzmanes cubierta de nieve, lo que despierta fuertemente mi interés de exploración. 

 

A pesar de la actual posibilidad de acceso, desde la Sierra Bellavista hacia arriba, este increíble valle andino reserva aún su rico ecosistema y belleza escénica a muy pocos. Sumado al escenario de restricciones que vivimos a causa del COVID-19, me atrevería asegurar que, durante nuestra visita, la presencia humana en este valle a 200 km de Santiago es más baja que en el Desierto de Atacama.

 

En parte, este lugar me hace recordar el valle del Fundo Cruz de Piedra (propiedad de Gasco), en la Región Metropolitana, a través del cual pudimos acceder con un grupo del DAV al Volcán Maipo y su valle homónimo, en una memorable ascensión 2 años atrás. O al Parque Andino Juncal, propiedad de la comunidad Kenrick Lyon. 

 

Todos estos valles de la cordillera andina central de Chile, potentes registros geológicos en sus configuraciones glaciales y volcánicas al mismo tiempo, son contenedores de todo el esplendor y gramática desatada de la naturaleza, en ese lenguaje que tan poco sabemos conjugar. 

En su libro Cuaderno de Montaña, editado en español por Volcano Libros (2018), John Muir recorre incansablemente Yosemite, se detiene a observar y logra descifrar ese lenguaje, entendiendo la compleja poesía en la combinación de vientos, temperaturas, tipos de nieve, tipos de follaje y verdor, en el escenario forjado por los glaciares. Y sus habitantes, emergen como músicos intérpretes de un tempo y ritmo que cada vez se distancia más de los tiempos humanos:

 

[tooltip placement=»top» trigger=»hover» title=»John Muir, Cuaderno de Montaña (Madrid: Volcano Libros, 2018): 43.»]Aquí sus días van pasando y, escondido, el glaciar vive y trabaja. Arrastra rocas, arena y polvo de piedra pulida que procede de sus cúpulas y cañones resguardados, y así construye una morrena terminal para contener sus aguas. Debajo, trabajando en la oscuridad, cava la cuenca poco profunda de un lago. Se retira de nuevo, se agazapa en una penumbra más fría, y el paso de los años permite al glaciar hacer otro dique de morrena como el primero. Allí donde el granito empieza a levantarse en curvas para formar el dique superior, cava otro lago. Terminado su último trabajo muere. Los lagos gemelos están repletos de aguas puras y verdes y de masas flotantes de nieve y de hielo roto. Las cumbres, perfectamente esculpidas, lucen su pureza recién nacida; éstas y los lagos se reflejan las unas en los otros, brillantes como el hielo que los hizo. Con el divino ciclo de las estaciones en marcha, la nieve da a luz arroyos alegres, la lluvia canta en las rocas y lleva arena a los lagos desnudos, y en la plenitud del tiempo, crecen muchas plantas elegidas: primero junquillos bajos con espinas de color marrón oscuro, luego juncias y juncos más altos, que allanan la tierra, y ahora llegan muchos herbajes y margaritas y arbustos florecientes, hasta que el lago y el prado, que crecieron durante la estación como una flor en verano, terminan alcanzando la belleza perfecta de hoy.[/tooltip]

 

La belleza de este texto, leído en un atardecer soleado al borde de mi carpa sobre la nieve con vista al valle, luego de un agotador ascenso y posterior bajada en esquí desde la cima del Cerro Los Guzmanes, produce en mí el efecto cerrojo. De inmediato surge como implacable verdad el imperceptible desfase en el cual, como sociedad urbana, estamos con respecto a nuestro hábitat. En qué punto, des-habitamos el país al cual elegimos vivir. En qué momento dejamos de hablar su lenguaje, a vivir de acuerdo a sus pulsos. Y aquí me refiero al término latino-francés de la palabra Pays, el cual define por cierto un territorio, habitado, definido por una lengua y un pueblo compartiendo las mismas costumbres. De ahí la definición del paysage, que presenta “[tooltip placement=»top» trigger=»hover» title=»Larrouse.fr https://www.larousse.fr/dictionnaires/francais/paysage/58827 (Visitado el 19 de octubre de 2020).»]una cierta identidad visual o funcional[/tooltip]”. Mientras leo a Muir, es 18 de octubre. En Francia, degollan al profesor de historia Samuel Paty, por utilizar un número de Charlie Hebdo con la imagen de Mahoma en una clase de educación cívica y en la capital de mi país, en este mismo momento, arde el centro de la ciudad. Se destruyen símbolos patrimoniales que encarnan, para algunas y algunos, los objetivos donde poder expresar su ira, producto de la pérdida de pertenencia a un sistema que dejó de convocarlos; un sistema que los privó de identidad colectiva, paso a paso, de manera programada, con la herramienta implacable de la manipulación educacional. Esta destrucción del paisaje urbano, actúa en el opuesto al Glaciar constructor que moldea los valles para que surja la vida y la ya citada gramática de la naturaleza.  Actos de humanos contra humanos inevitablemente provocan nuestra disolución como comunidad.

En mi último artículo, me referí a cómo las cumbres (esos anhelados objetivos) no deberían determinar nuestro recorrido, el cual cobra valor sólo por el hecho de realizarse. Esta vez, la cumbre del cerro Los Guzmanes nos invitó a subir , ofreciéndonos un día soleado, poco viento y nieve estable;  y así  junto a la buena compañía de Felipe Pipo Inostroza y del entusiasta lombardo Giorgio Bigi aceptamos la oportunidad. Pocas veces las rutas son directas y, esta vez, debimos rodear un hermoso cerro-fortaleza coronado por una infinidad de torres de piedra roja, el cual podría nombrarse perfectamente Cerro El Castillo, pero ya existen varios con el mismo nombre. 

El último tramo antes de la cumbre de Los Guzmanes, un abrupto cono de nieve nos demandó toda nuestra templanza y determinación, para luego premiarnos con una vista panorámica en 360º de toda la cordillera Colchaguina, con sus honorables cumbres como los cerros el Moño, Seler, Alto del Azufre, El Brujo, El Alto los Arrieros,Alto del Pelambre, el Alto del Padre, Alto de León; los volcanes Tinguiririca, Palomo, Azufreras, Planchón y Peteroa. Los glaciares del mismo Guzmanes, el Universidad a lo lejos, y más cerca el del Tinguiririca. Todos ellos modelando en conjunto -como arquitectos y constructores- este entorno de cumbres nevadas y valles profundos, lagunas andinas, cascadas, laderas contrapuestas de vegetación solana y umbría, humedales, turberas, remociones en masa, conformando una verdadera sinfonía geológica.

 

En la cima, a 3.713 msnm, encontramos entre las piedras un pequeño envase plástico, depositario de los testimonios de cumbre, en su mayoría realizados en verano, el último en enero del 2018. Es probable que ésta sea la primera ascensión integral en esquí.

Aprovechando la visita, decido subir mi “cerro fortaleza”, que desde el paso a los Guzmanes sólo se presenta  como una breve subida, de no más de 60 m de desnivel. Desde su cima a 3.595 msnm,  vistas en picada hacia el valle y una nueva perspectiva de la sucesión de las torres infranqueables que veíamos desde abajo. Este cerro aparece sin nombre en las cartas, por lo que decidí nombrarlo [tooltip placement=»top» trigger=»hover» title=»34.899830 Latitud Sur, 70.390928 longitud Oeste, 3.594,84 msnm lograda el 18/10/20 a las 11h26 por Philippe Boisier, DAV.»]Cerro 18 de Octubre[/tooltip], fecha del ascenso, coincidente con nuestra reciente efeméride que quedará grabada en la historia de Chile. Tristemente me entero de todas las dificultades e impedimentos de bautizar este cerro, y debido a que no cumpliría con los requisitos técnicos para ser considerado “cerro”, sólo queda en categoría de promontorio NN, a pesar de sus casi 700 m de desnivel prácticamente vertical hasta nuestro campamento base. 

 

Nombrar los elementos que nos rodean, no es sólo un paso en su domesticación, sino que un acto primordial de nuestra filiación con nuestro entorno. Sentirnos parte, y tomar responsabilidad sobre aquéllo. 

Luego, debemos conformar un lenguaje en común o aprender el dialecto que viene asociado al nombre. 

Los pueblos originarios, y en particular la cultura mapuche, no solo nos enseñan que las araucarias no son sólo árboles, que tal volcán no es sólo un cerro, que tal río no es el mismo que el otro. Todos tienen su canto, todos son individuos. Y ese lenguaje y cohabitación existe, y se hace real al nombrarla. A los 16 años conocí al poeta Lorenzo Aillapán Cayuleo en su casa en Puerto Saavedra, durante una marcadora visita a la comunidad Rucatraro en el lago Budi. De ese primer encuentro con la cultura lafkenche, recuerdo no solo la poesía y canto de Aillapán, sino que de varios niños de la escuela, “hablando” el lenguaje de pájaros, del viento a través de los juncos de su lago Budi. Treinta años después, río arriba, Nibaldo Huaiquil, nos invita a su tierra en Maloñehue, para permitirnos ser los primeros, en nuestros esquís,  en recorrerla, aprenderla y comprenderla. 

 

A este valle del río de las Damas, accedemos por propiedades y caminos privados, de manera similar a los valles andinos centrales nombrados más arriba. ¿Hablarán sus propietarios el lenguaje de estas rocas, glaciares, cascadas, zorros y de la pequeña Nassauvia pinnigera encontrada en la cumbre del “Cerro 18 de Octubre”? Difícil saberlo, pero sí puedo asegurar el envidiable estado de preservación del territorio que me inspira a escribir este texto. No he subido muchos cerros en mi vida, pero de la misma forma que quedó grabado en mi memoria el lenguaje de los pájaros en Rucatraro, en el sentido opuesto, tengo el vivo recuerdo de la basura y rayados encontrados en las rutas al Plomo, al San José, al Provincia, al Manquehue, todos de libre paso. 

Tanto en Chile como en Europa se discute sobre el libre acceso a la montaña. Y es que el eslogan sobre el acceso libre (hoy resumido en un escueto hashtag), pierde fundamento si no agregamos a la ecuación el sentido de responsabilidad. En el último número de la revista [tooltip placement=»top» trigger=»hover» title=»Montagnes Magazine 481 (Ago.-sept. 2020): 3.»]Montagnes Magazine[/tooltip], la editorial de Mathias Virill justamente trata sobre las nuevas regulaciones que buscan dar, en palabras del mismo presidente de Francia Emmanuel Macron, “históricos pasos para la protección del mont Blanc”, lo que demuestra el interés del Estado francés sobre el tema. 

Si en Europa el debate parece centrarse en la libertad del montañista versus la seguridad, en Chile el “grito de batalla” apunta sus dardos contra la propiedad privada exclusiva, como un nuevo flanco de la sociedad de la desigualdad, “enemigo público número uno” en nuestro despertar social. Y efectivamente, ejemplos como el bochornoso video donde el presidente de Gasco (propietarios del fundo Cruz de Piedra) Matías Pérez Cruz intenta expulsar a tres mujeres de la playa (pública) que él estima parte de su propiedad privada exclusiva, sólo ayudan a encender la hoguera. 

Sin embargo, cuando la Sociedad le exige al Estado, está reconociendo la existencia de un contrato social, determinado, entre otras cosas, por la Constitución. Pero como todo contrato, éste determina derechos y deberes para ambas partes. Quizás sea necesario re-leer a Jean-Jacques Rousseau, y desde la perspectiva que me ofrece este cerro, no veo que tengamos tan claro nuestros deberes, por lo menos respecto a la naturaleza, la cual también es una parte de nuestro patrimonio. 

Si hago énfasis en el adjetivo “exclusivo”, es porque una propiedad privada no necesariamente está excluida para el resto. En Inglaterra, antes de la primera revolución industrial provocada en parte por el auge de la industria de la lana (que cercó y valorizó las tierras), los commons eran propiedades feudales, para el uso de los paisanos. Más cerca, la existencia de varios de nuestros Parques Nacionales en Patagonia fueron el resultado de operaciones privadas. Ser propietario implica asumir responsabilidades, reglas y normas. Asimismo, permite administrar las actividades que ahí se realicen, ofreciendo además la muy valuable oportunidad de trazabilidad y generación de datos, información imprescindible para, entre otras cosas,  afinar y corregir las normas de protección de nuestro país y su naturaleza.

Nuestro deber entonces como ciudadanos y montañistas es exigir al Estado una reglamentación clara, que promueva por supuesto el libre acceso, pero que sea muy estricta en las exigencias tanto para propietarios como para visitantes. 

 

Hablar y aceptar un lenguaje común implica asumir sus reglas para lograr entendernos en comunidad. Implica detenerse, observar, aprender, respetar. Hace 150 años, Muir lo entendió, lo transmitió, permitiendo de esa manera fomentar una visión no utilitarista de nuestro ecosistema. Como generación, nuestra responsabilidad es con nuestras y nuestros hijos, enseñándoles el valor de la construcción de su propio lenguaje con el mundo que les tocará vivir.

 

Fotos de la expedición.

 

Philippe Boisier. 

20 de octubre, 2020