Relatos

Primer Ascenso del Marmolejo por el lado chileno – Traducción del relato de Ludwig Krahl publicado en 1949

Primer Ascenso del Marmolejo por el lado chileno

Esta expedición transcurrió en la primera semana de febrero de 1943 y participaron en ella: Walter Bachmann, Mario Araneda y el autor de este artículo.

Ludwig Krahl y Walter Bachmann

El Marmolejo, 6100 m de altitud, fue conquistado por primera vez por Sebastian Krückel, Hermann Sattler y Albrecht Maass lo que fue realizado por el lado argentino. Gracias a este ascenso sabíamos que el principal problema lo presentaban los penitentes.

Poco antes habíamos hecho el Morado por su cara Sur en tres días y con este triunfo se nos subieron los humos a la cabeza. En nuestras dos semanas de vacaciones queríamos ascender nada menos que el Marmolejo y el Castillo.

La lista de provisiones nos dio muchos dolores de cabeza porque era la primera vez que íbamos a la montaña por tanto tiempo. El supuesto inicial de que en 15 días se come cinco veces lo que se come en tres días era obviamente falso. En tres días uno puede comer menos y después recuperar en Santiago lo perdido, pero pasar 15 días con hambre es demasiado. Hoy en día llevamos para una expedición de dos semanas el triple o el cuatriple de las provisiones necesarias para una excursión de tres días.

Como no todas nuestras cosas cabían en las mochilas, guardamos el resto en dos cajas de azúcar que clavamos cuidadosamente. El 31 de enero partimos en tren hacia El Volcán.

A la mañana siguiente teníamos tres animales de monta y uno de carga pedidos a un arriero que llegó justo dos horas después de la hora acordada. Para recuperar el tiempo perdido pensamos que el muchacho, al menos, nos llevaría hasta los 4000 m de altitud por las morrenas del glaciar del Marmolejo, pero no -al final del valle de la Engorda, a 3000 m silenciosamente tuvimos que ponernos las mochilas a los hombros y entregar una propina. Tenía la excusa que los animales se podrían romper una pata en las piedras grandes.

Teníamos todavía más de 3000 m de diferencia de altura por superar delante nuestro y luego otros 4000 para bajar de nuevo hasta Lo Valdés. Las mulas eran para nosotros un lujo que, por la falta de dinero, sólo nos podíamos permitir por un día. Ingresamos al valle de las Placas. Este relativamente corto valle va en dirección Norte-Sur paralelo a la frontera y a ambos lados se encuentran grandes montañas. Hacia el Oeste se ubican apretados unos junto a otros el Loma Larga, Cortaderas, Punta Italia, Freile y Placas. Hacia el Este el Marmolejo y el volcán San José. El final del valle se encuentra formado por un portezuelo a 4000 m fuertemente glaciado que hacia el Norte lleva hacia el valle de Salinillas y luego al valle del Yeso.

Avanzamos bien. El valle al principio se angosta hasta unos pocos metros y luego en la parte superior se abre para dar lugar a una amplia planicie. Alrededor de esta planicie terminan morrenas glaciares bajo las cuales se encuentra nuestro glaciar del Marmolejo. Poco antes de comenzar la travesía de las morrenas escondemos algo de provisiones para el regreso en un hoyo bajo una gran piedra y lo bloqueamos tan bien como creemos que es necesario. Nuestro plan original era rodear el glaciar del Marmolejo por los acarreos del San José, para luego por arriba de éste hacer una travesía desde el portezuelo entre ambos cerros. El escorial de lava, sin embargo, no es muy agradable para ascender por él y tras reconocer la situación preferimos atacar por el glaciar mismo. Levantamos nuestro primer campamento a una altitud de 3.900 m junto a la lengua plana del glaciar.

El glaciar consiste en tres partes diferentes. La parte superior es plana, ancha y de unos 2 a 3 km de largo. Se extiende desde la frontera hasta el punto donde repentinamente se quiebra. Esa fractura de 1000 de altura, desgarrada y agrietada, forma la segunda parte. Las grietas, en la parte superior de la fractura, son frecuentes y profundas mientras uno sea capaz de reconocerlas. La tercera parte de nuevo es plana e inofensiva y termina en una lengua glacial redondeada.

 

Estábamos parados delante de la fractura. Nos pusimos la cuerda y los crampones y comenzamos a subir. Al inicio íbamos bien, pero a medida que ascendíamos nos encontrábamos con más dificultades. Para no cansarnos demasiado rápido cada uno fue abriendo un rato la ruta. Las horas pasaban y avanzábamos lentamente. Por todas partes se veían avalanchas de hielo frescas. Como gigantes y blancos terrones de azúcar se veían los pedazos de hielo. El sol hace que el hielo comience a gotear y el agua gorgotea por todas partes. Atemorizantes resuenan los sonidos desde las oscuras grietas. En muchos lugares hay tal tensión en el hielo que con gran ruido se quiebra bajo nuestros pies. Los últimos 100 m de la fractura de hielo estaban tan agrietados que no podíamos avanzar. Por esto nos decidimos a salir del glaciar para avanzar por las rocas laterales hacia la parte superior, más plana, del glaciar. Para alcanzar las rocas debimos cruzar una canaleta de hielo que se prolongaba entre roca y glaciar. El cruce de esta canaleta, debido a lo avanzado de la hora, fue un asunto peligroso. Con el derretimiento del hielo se soltaban piedras desde arriba y pasaban zumbando por la canaleta hacia abajo. Además cada uno de nosotros debía quedarse un rato en la canaleta para sacarse los crampones. Cuando entonces venía una piedra se gritaba mientras que aquel que se encontraba en la canaleta agachaba la cabeza, se protegía con la mochila y esperaba hasta que pasara el peligro. Así llegamos a las rocas, pero no fue mucho mejor. La roca estaba tan descompuesta que no nos sostenía sino que nosotros teníamos que sostenerla a ella para que no le cayera en la cabeza a quien venía más atrás.

 

Finalmente llegamos al glaciar superior, más plano por lo que avanzamos sin problemas por él. Como el sol ya se estaba poniendo tuvimos que buscar un lugar de campamento. Desde este lugar todavía no podíamos atacar la cumbre puesto que todavía faltaba un buen tramo hasta el portezuelo desde el cual se puede alcanzar la cumbre por una arista plana. Al día siguiente llevamos el campamento hasta justo abajo del portezuelo y armamos la carpa a 5.100 m de altitud en medio de un grupo de piedras. Ya no había más dificultades técnicas. Sólo la altitud y el tiempo podían ponernos obstáculos, tal como realmente ocurrió. Araneda se apunó con todas las desagradables consecuencias conocidas. Bachmann y yo no sentimos la altura, pero no teníamos nada más para comer. En la mañana, por última vez, habíamos desayunado y ahora sólo encontrábamos algunos restos en nuestras mochilas. Todavía teníamos el día de cumbre delante nuestro.

A la mañana siguiente quisimos partir a la cumbre. El frío era terrible. Peleamos tres cuartos de hora con nuestros zapatos hasta que los tuvimos puestos, a pesar de que en la noche los habíamos dejado entre los sacos de dormir. Desayuno no hubo. A las 6:00 ya estábamos en camino. Araneda venía con nosotros a pesar de la puna y a las 8:00 estábamos de vuelta medio congelados en nuestros sacos de dormir. El cielo nublado, el viento y el frío nos obligaron a devolvernos poco después de dejar el campamento.

A las 10:00 se aclaró el cielo repentinamente y partimos de nuevo, pero el viento soplaba cada vez con más fuerza. Conseguimos ascender unos 200-300 m. Tuvimos que agacharnos y hacer fuerza con todo nuestro peso contra el viento para no ser barridos por él. Dolía la cara, los dedos estaban insensibles y rígidos y mientras nuevas nubes se acumulaban junto a la cumbre, regresamos por segunda vez.

No queríamos renunciar, la cumbre debía caer. Sólo Araneda no participó del tercer intento a la mañana siguiente. Esta vez partimos a las 2:00. Sólo llevábamos la cámara fotográfica y un tarro para dejar en la cumbre. Ya nos habíamos registrado en el libro de cumbre en la carpa. Una página de este libro se la dedicamos al fallecido en un accidente Otto Barentin. Él había intentado ascender tres meses antes el Marmolejo junto a Wilhelm Stein y perdió la vida en una gran tormenta de nieve.

Caminamos sobre el hielo en la oscuridad hasta el portezuelo y ahí esperamos hasta que aclaró un poco para seguir avanzando. Durante la espera me congelé varios dedos de los pies y tuve que destinarle bastante tiempo a eso más tarde en Santiago. Apenas pudimos distinguir las piedras, continuamos. Esta vez tuvimos más suerte. El viento comenzó a disminuir y tras la salida del sol la temperatura se volvió más agradable. Silenciosos ascendíamos uno junto al otro, sólo los nombres de los cerros que aparecían eran nombrados.

Juntos alcanzamos a las 8:00 el punto más alto. Nuestro primer seismil había caído y, sin embargo, no sentíamos la alegría. A tales alturas las emociones se expresan de una forma débil. Los sentidos se embotan y una gran indiferencia se apodera de uno. Después de descansar un rato, volvimos al trabajo. Bachmann juntó piedras para levantar un hito y yo jugué con la cámara para retener el panorama. El frío nos alejó rápidamente de la cumbre y así comenzó el largo descenso. Nos pareció más agotador que el ascenso. La eterna arista nos llevó hasta el portezuelo y desde ahí había que bajar hasta la carpa. A las 12:00 estábamos en el campamento alto donde Araneda nos esperaba con el almuerzo: un trago de agua por cabeza. Descansamos un poco, desarmamos la carpa y armamos las mochilas. Teníamos intenciones de descender esa misma tarde hasta en lugar donde habíamos dejado nuestras reservas en el valle Placas. ¡Queríamos finalmente volver a comer algo!

Primero cruzamos por las laderas del San José hasta que nos paramos arriba de una canaleta que salía abajo al lado de la lengua glacial junto al lugar de nuestro campamento. Por esta canaleta pudimos descender más de 1000 metros. Recién ahora sentíamos lo cansados y hambrientos que estábamos. Simplemente poníamos un pie delante del otro, a veces nos caíamos, pero continuábamos con el descenso. Cuando una piedra grande se acercaba rodando, se escuchaba un débil y apagado grito de aviso. Hace rato que ya no hablábamos, estábamos demasiado cansados para eso.

También esta canaleta tenía un final y tras ella volvimos al hielo para avanzar por la parte inferior del glaciar hasta su lengua. Desde ahí se prosigue por interminables morrenas hasta la planicie donde habíamos escondido las provisiones. Había oscurecido hacía rato y se escuchaban por primera vez fuertes expresiones cuando uno se tropezaba con una piedra o metía la pierna hasta las caderas en un charco de agua. Ese día llevábamos 20 horas caminando, habíamos ascendido 1000 m, casi 3000 de nuevo descendido y durante dos días no habíamos recibido nada en nuestros estómagos. Todos teníamos el derecho a tener hambre. Poco después de las 10:00 de la noche estábamos en el anhelado lugar. Araneda iluminó con la linterna bajo la gran piedra y nos miramos unos a otros con grandes ojos. No podíamos creer nuestra vista. Las piedras se habían movido hacia un lado y el hoyo estaba vacío… La harina tostada y el azúcar estaban desparramados en la arena, los huevos, las galletas y el queso habían desaparecido. Había trozos de papel tirados, una vista lamentable. Sólo una pequeña lata de leche condensada se había conservado intacta en el último rincón. Los zorros no se habían interesado en el tarro.

¿Qué podíamos hacer? Lo Valdés todavía estaba a medio día de marcha. No nos quedó otra opción más que resignarnos a pasar hambre. Había que repartir la leche en forma justa. Hicimos dos hoyos en la tapa y luego cada uno podía tomarse un trago hasta que la lata estuviera vacía. Después nos metimos en nuestros sacos y dormimos al aire libre hasta la mañana siguiente. El desayuno consistió nuevamente solo en agua. Nos acostumbrábamos de a poco a eso. También tenía algunas ventajas: era menos trabajo y se perdía menos tiempo. Nos pusimos las mochilas al hombro y partimos al refugio de nuestros sueños. Pasaban flotando delante nuestro las delicias más grandes y con eso tambaleábamos con cada paso. A mí personalmente me dolían músculos del vientre a cada paso y así pasó toda la mañana por los valles Placas y la Engorda. A la salida de la Engorda vimos el techo rojo del refugio de Lo Valdés. Como una puerta al paraíso se nos apreció el punto rojo allá abajo en el valle Volcán. A las 2:00 de la tarde llegamos finalmente al refugio. Saludos y preguntas quedaron casi sin respuesta, sólo nos interesaban los objetos comestibles y llenamos de ellos nuestros pobres estómagos hasta que no entró más en ellos. Por tres días no supimos de otra ocupación más que comer y dormir. Después de eso partimos de nuevo a nuestro primer intento de ascenso del cerro Castillo.

Ludwig Krahl

Fotos de Mario Araneda

Traducción: Álvaro Vivanco

Artículo publicado originalmente en la Revista Andina 1949