Relatos

Dos Expediciones al Aconcagua – Traducción del artículo publicado en 1899 por Gustav Brant

Gustav Brant:

Dos Expediciones al Aconcagua

(25 de mayo de 1898)

El deporte de montaña en Chile todavía es un desconocido. Rápidamente se cuentan las pocas personas -casi todos alemanes- que todos los años parten hacia el hermoso mundo de los cerros de los Andes.

Completamente diferente a como es en los Alpes, donde el montañismo ha degenerado en excesos, donde el viajero encuentra confortable cobijo en hoteles y refugios, camina con la Bädeker (guía de montaña) en la mano por senderos correctamente señalizados y marcados, donde los puntos peligrosos se encuentran equipados con cuerdas y escaleras y donde –last but not least– guías expertos corren los riesgos en las pasadas difíciles a la vez que ellos piensan por el viajero, lo sujetan, empujan y sostienen y donde el entusiasta de la montaña, en realidad, quiere hacer algo especial, quiere arriesgar el cuello por paredes verticales que nadie ha tocado. ¡Completamente diferente es el deporte de montaña en nuestra cordillera!

Acá el viajero tiene que llevar todo lo que necesita durante su viaje en mulas. Más días y a veces incluso semanas puede durar desde que sale desde el último lugar poblado hasta que llega a la zona que quiere recorrer. Los arrieros y baqueanos que lo acompañan le pueden mostrar el camino mientras la expedición se mantenga en el valle donde el oficio del arriero los ha hecho familiarizarse con las condiciones del terreno. Recién en las alturas donde el alimento para los animales se acaba y donde el arriero no tiene nada más que buscar es para ellos «Terra incognita» y la mayoría mira con supersticioso temor a las altas cumbres coronadas con nieve y predicen todos los males posibles al atrevido que las quiera ascender.

Una mejor decisión en las altas regiones es la que ha tomado el minero puesto que en su búsqueda de plata y cobre no lo asustan ni la altura ni la poca hospitalidad del terreno. Es así como encontramos, por ejemplo, en la cumbre del cerro del Plomo a una altitud de 5700 metros signos indudables de una larga estadía de mineros.

Pero el minero es desconfiado, él no puede entender que un viajero se vea atraído por otras cosas más que minas en el desolado mundo de las montañas y, por lo tanto, él va a rechazar darle ayuda al supuesto competidor.

Así que el viajero de la cordillera se encuentra completamente solo, él es su propio guía y anfitrión.


El ascenso del Aconcagua era desde hacía tiempo el objetivo de nuestros esfuerzos. Todas las expediciones anteriores en la zona de Las Condes y del Maipo no fueron más que ensayos para el ascenso del Aconcagua.

La llegada de Fitz Gerald nos permitió el año anterior -antes que lo que originalmente era nuestra intención- realizar el intento de ascenso para, si es que era posible, no ver arrebatados por un extranjero los frutos de nuestra larga preparación, pero resultó de otra manera. Ellos alcanzaron, gracias a sus extensos recursos y al tiempo del que disponían, lo que a nosotros se nos negó.

Dos veces intentamos el ataque, dos veces fuimos rechazados, pero, y esto lo puedo remarcar con orgullo, la derrota no se debió a nosotros sino que sólo las poco favorables condiciones climáticas y a la falta de más tiempo el cual nos impidió esperar por condiciones más favorables.


Cuando nosotros realizamos nuestra primera expedición, seguimos la ruta que en 1883 utilizó el Dr. Paul Güssfeldt. Esta ruta sigue principalmente el río Putaendo, que en su parte superior se llama Rocín, hasta la divisoria de aguas en el Boquete del Valle Hermoso a unos 3500 metros de altitud, luego continúa por el valle Hermoso (el cual en su parte más profunda se lo llama valle de los Patos y luego, más cerca de su origen, cajón y valle Penitente y que desagua hacia el lado del Atlántico) hasta los pies del Aconcagua, aguas arriba del cordón Penitente.

El año pasado la parte superior del valle Penitente estaba fuertemente congelada. Nuestras mulas nos llevaron sólo hasta la Caleta Chica (4100 metros), desde donde el ascenso continuó a pie con el equipo sobre nuestros hombros. Desde acá hasta el portezuelo Penitente, la única brecha accesible en el cordón Penitente, nos tomó un día completo de marcha. En la tarde cuando llegamos allá arriba a 5000 metros, nuestras agotadas fuerzas no nos permitieron avanzar por el enorme nevero, el cual, con aproximadamente 3 kilómetros de ancho entre el cordón Penitente y el Aconcagua, fluye hacia el valle y debimos acampar, tan bien como se pudo, en la empinada orilla de una pequeña laguna congelada. Al día siguiente, tras dejar los sacos de dormir y tomar sólo lo imprescindible, iniciamos la marcha por el nevero. A la 1:00 lo habíamos cruzado y el ascenso del verdadero cono del Aconcagua comenzaba por un excelente terreno. A las 4:00 de la tarde nos encontramos a unos 5800 m de altitud con dos porteadores de la expedición de Fitz Gerald, Pollinger y Lochmatter, quienes habían armado su campamento alto a poca distancia a unos 19.000 pies de altitud. Tras varios intentos de entendernos en diferentes idiomas finalmente lo hicimos en alemán y los señores nos contaron, en parte eludiendo la verdad para evitar que continuáramos nuestro avance, que Fitz Gerald hacía cuatro días (14 de enero de 1894) ya había estado arriba. No nos dejamos amedrentar. Nuestro ánimo y estado físico eran excelentes, así como el tiempo por lo que continuamos ascendiendo.

Ahora dejo que hable mi diario:

Domingo, 17 de enero de 1897.

Luego de que nos despedimos de los suizos con un caluroso apretón de manos y de haberlos dejado invitados a visitarnos en Santiago, se devolvieron a su campamento a 19.000 pies mientras nosotros seguimos ascendiendo y a las 6:00 a unos 6000 metros hicimos una pausa para aprovechar los últimos rayos del sol para dormir con una temperatura soportable. A las 8:00 aproximadamente se puso poco confortable el campamento y nos vimos obligados a levantarnos así que seguimos subiendo con luna llena hasta las cercanías de una terraza de rocas a unos 6300 metros. Bajo la engañosa luz de luna la terraza parecía difícil de ascender y una pausa que algunos de los más cansados aprovecharon para refugiarse entre las rocas se transformó en descanso nocturno puesto que para no estar parados y congelarse a -16° el resto se vio obligado a acostarse. ¡Qué pena! Puesto que en ese miserable refugio nocturno con el frío se sufría más que caminando y además perdimos tiempo precioso. Diferentes señales indicaban mal tiempo, la luna se puso temprano en la mañana con un color rojo difuso y una densa neblina cubrió los alrededores cuando el solo salió y proyectó la sombra del Aconcagua en forma de un cono sobre el fondo cubierto. Desde la punta de este cono de sombra salía una oscura raya hacia la izquierda por el aire. Automáticamente miramos hacia la cumbre del Aconcagua para ver si es que emanaba humo cuya sombra habíamos visto, pero no había nada de eso. El cerro se mantenía tranquilo ahí con los primeros rayos del sol de la mañana. Nada de humo, ninguna nube rodeaba su corona rocosa.

Ahora necesitábamos algo de beber. En todas las botellas quedaba algo, pero todo estaba congelado. Afortunadamente teníamos una botella de vino casi llena con alcohol, pero sin cocinilla. Entonces humedecimos un pañuelo con el alcohol y lo encendimos; cuando ya habíamos quemado casi toda la provisión teníamos medio vaso con agua y en dos de las botellas había suficiente líquido como para tomar un modesto trago que más bien aumentaba la sed en lugar de disminuirla.

Entonces partimos.

La terraza de roca se mostró inofensiva, si la hubiésemos pasado la noche anterior habríamos podido ascender bastante más -quizás más que lo que conseguimos.

A pesar de la mala noche me sentía fresco y con fuerza de forma que, en consideración de las amenazantes nubes que se nos venían desde los cerros de la Ramada, me disculpé de mis compañeros y comencé a ascender en solitario para que, al menos, uno alcanzara la cumbre. Ascendía entonces sin hacer pausas, aunque a esa altitud uno no se pueda apurar. Al llegar a un corte hacia el Este en el cerro me recosté para dejar que los rayos de sol calentaran algo mi cuerpo.

En eso me quedé dormido y desperté una media hora más tarde con los gritos de mis compañeros que se acercaban y que también cansados se recostaron. Me desperté. Esperar hasta que los otros hubieran descansado no podía; ya había perdido demasiado tiempo con el sueño involuntario -¡entonces en solitario para adelante! Subí y subí por un excelente terreno, siempre con los campos de nieve a la vista que a los pies de la última punta llevan hacia el acarreo final. Yo había llegado tan lejos, tal como se puede ver en la fotografía tomada más tarde, que en una media hora más de cómoda marcha habría llegado, pero la nubosidad se volvió completa y cubrió la cumbre del Aconcagua, así que me decidí a no seguir ascendiendo y a esperar, al menos, a un compañero. Protegido por una roca que se encontraba como una isla en medio de la nieve, me agacho para tratar de recibir el par de gotas que los rayos de sol derriten cuando pasan de vez en cuando por entre las nubes. Tras ¼ de hora llega Albino donde estoy yo; se sienta en silencio y comienza a construir al mismo tiempo una fábrica que derrita nieve; tras otro ¼ de hora llega Robert Conrads y hace lo mismo. Con ansias nos tragamos el par de gotas que se han formado.

La cumbre del Aconcagua ya no se podía ver; de forma borrosa se ve su contorno a través de la niebla. Los copos de nieve caen primero de a uno, luego de a varios y finalmente hay una verdadera ventisca que pone blancos nuestros sombreros y ponchos, que hace desaparecer nuestras huellas y que junto con la impenetrable neblina hacen imposible continuar con el avance. La apatía se apodera de nosotros. Puedo recordar bien que se me hizo difícil la idea de dejar el ascenso y que tuve que dar una dura pelea conmigo mismo por esto. Me parecía que era un desertor. Por otro lado, me atraía el terminar con los sufrimientos y … ¡agua!

Desde más abajo nos llamaban nuestros compañeros para que volviéramos. Primero respondimos negándonos: queríamos esperar, después menos seguros, ¡ja, ja, ya vamos! y finalmente partimos realmente y dimos por terminado con eso el real objetivo del año, puesto que intentar otra vez el ascenso no era posible, habríamos tenido que esperar a 3700 metros por buen tiempo y luego rehacer todo el ascenso. Para eso nos faltaba, además de las provisiones y el equipo, el ánimo. ¿Subir otra vez con todo el peso del equipo por la canaleta? ¿Quién habría tenido ánimo, después de realizar todos estos esfuerzos, para intentarlo una segunda vez? ¡Yo no!

Entonces nos fuimos hacia abajo; ni una sola vez hervimos agua en la altura, ni tomamos una foto. Si no hubiese sido por Griebel que tomó la cámara fotográfica de Robert Conrad y con ella nos fotografió no habríamos tenido ninguna prueba de nuestra presencia cerca de la cumbre del Aconcagua y entonces todos habría podido decir: «Sí, eso cualquiera lo puede decir.»

 

Eso fue el primer ataque fallido al Aconcagua. El segundo ocurrió este año.


Fitz Gerald había usado, al igual que Jean Habel en 1895-96, el valle de Horcones para la aproximación. La ruta por este valle, la cual se desvía hacia el Norte desde la carretera de Uspallata a la altura de los Baños del Inca, forma el acceso natural al Aconcagua y es indiscutiblemente más corta y cómoda que la otra ruta desde el Norte.

Pero nosotros no nos atrevimos a utilizarla.  El señor Habel, que venía de Buenos Aires, ya había tenido problemas con la guardia fronteriza, así que nosotros que nos acercábamos desde Chile habríamos tenido que prepararnos para los obstáculos que nos habrían puesto las autoridades argentinas que por todas partes veían espías. No teníamos ningún interés que en lugar de ir al Aconcagua nos llevaran hacia Mendoza, «pa entro» y por esto debíamos elegir una ruta en la que no hubiera guardia fronteriza como en Las Cuevas. ¡Y rutas como esa por la frontera hay muchas! Hay resguardos en la cordillera que son como las escupideras (perdonando la fuerte palabra), en la mayoría uno escupe a la pasada y quien quiera evadir un resguardo no necesita esforzarse mucho.

Con la esperanza de encontrar una ruta más corta que la de Putaendo hicimos en los primeros días de este año una excursión de reconocimiento desde San Felipe hacia el río Colorado pasando por Jahuel y de regreso a Los Andes. Ahí pudimos constatar que había diferentes posibilidades de cruzar hacia la zona del Aconcagua, pero ninguna de ellas la pudimos explorar más cerca debido a la falta de tiempo. Además, toda la zona del río Colorado, en forma similar como su gran primo en los Estados Unidos, se encuentra ubicada en un profundo cañón de modo que la marcha por ahí con una gran tropa y pesadas cargas es extremadamente difícil.

Para bien o para mal debimos volver a la ruta por Putaendo y Valle Hermoso.

Después de que en la mañana del 28 de enero nuestra expedición se encontrara en San José de Piguchén, se inició el viaje con un tiempo favorable. De acuerdo al programa se realizaron los tramos ya conocidos de la ruta. El primer día se acampó en La Trancas, cajón Chalaco. El segundo día nos llevó hasta los 3650 metros del Paso Cuzco y de nuevo a los 1200 metros del lecho del río Rocín. Al tercer día seguimos el río Rocín hasta su nacimiento y cruzamos a 3500 metros de altitud la divisoria de aguas interoceánica.

Desde ahí se sube al valle de la Quebrada Honda, el cual tras dos horas de camino desemboca en el Valle Hermoso, en el lugar donde el último con su curva cambia su dirección Este-Oeste por Norte-Sur y con eso pasa a llamarse Cajón del Volcán. Acá bajo la protección de rocas desplomadas armamos nuestro tercer campamento a 3000 metros y para recuperarnos hicimos un día de pausa. Al quinto día se continuó la marcha y se siguió el Cajón del Volcán, en cuyo final el Aconcagua ocupa el trono como un hito imponente, hacia arriba hasta Juntura. Acá, como se termina a 3700 metros de altitud el alimento para la tropa, se está obligado a armar un campamento y protegidos del viento junto a la vega más alta armamos nuestra carpa en el mismo lugar donde hace 15 años con el mismo propósito lo hizo el Dr. Güssfeldt.

En el Cajón del Volcán el río rompe grandes depósitos de yeso y sus aguas cubren todo lo que alcanzan con una costra blanca. En la orilla izquierda el agua ha desgastado el terreno y formado cavidades con forma de embudo en las cuales se mantiene nieve de invierno por largo tiempo después de que en los alrededores ya no quede nieve.

Desde Juntura hacia arriba nos llevó una parte de la tropa hasta nuestro siguiente objetivo, hasta los pies de la chimenea que lleva hacia el gran nevero. Nuestra esperanza de llegar hasta el portezuelo fue cumplida. Ahí donde el año pasado todo estaba cubierto por nieve y donde la nieve que se derretía hacía de las laderas del cerro un barrizal estaba este año completamente libre de nieve y había un buen y firme terreno. De buen ánimo seguimos avanzando y nos detuvimos un rato junto a la fuente de agua mineral donde Güssfeldt observó un esqueleto humano y tras tres horas de cabalgata llegamos a los pies de la chimenea donde en un lugar sin nieve y rodeados por campos de penitentes encontramos el sitio para armar el campamento. Luego enviamos a la tropa de vuelta a Juntura.

El hermoso escenario, el buen tiempo y la chimenea casi sin nieve nos hizo confiar en que al día siguiente podíamos esperar lo mejor durante el ascenso.

Nuestra carpa fabricada especialmente para el Aconcagua se probó por completo. Apenas pesaba 3 kilos y para ofrecerle poca resistencia al viento sólo tenía 1 metro de altura. Nuestros piolet de hielo sirvieron de estacas. Para entrar y para salir había que arrastrarse. Nos prestó un servicio extraordinario, aunque el frío no se pudo evitar -algún recipiente con agua se congelaba por la noche y amanecía hecho un bloque de hielo- sirvió mucho para protegernos del viento, lo que era lo más importante. Del frío nos protegían nuestros sacos de dormir de lana de oveja en los que, a pesar de los -16°, transpirábamos; en cuanto el viento volvía a jugar se acababa la transpiración y un gélido frío recorría nos calaba los huesos.

En la mañana del séptimo día nos echamos nuestros sacos de dormir y un poco de carga a las espaldas y comenzamos a subir por la chimenea. En tres horas -casi dos horas más rápido que el año anterior- habíamos superado los 500 metros hasta el portezuelo y nuevamente teníamos delante nuestro la más alta cumbre de los Andes, separada de nosotros por el ancho nevero y a nuestros pies la laguna congelada al igual que en el año anterior.

¡Qué feliz había sido nuestro viaje hasta acá! El mejor tiempo que uno se pueda imaginar, una chimenea casi sin nieve, nuestro buen estado de salud, todo nos hacía esperar con seguridad un buen resultado.

¡Entonces comenzó la mala suerte!

Después que habíamos descansado por una hora comenzamos la marcha por el nevero, pero ¡ay! Ahí donde el año anterior pequeños penitentes fáciles de pisar cubrían el nevero, ahora nos observaban figuras de tamaño humano de hielo duro y ya no había un «subir por ahí» o «pasar por allá», con el piolet se debía golpear cada aguja y luego llenar las cavidades. Todo lo que se alcanzaba a ver eran las mismas formaciones, por ninguna parte se veía alguna posibilidad de atravesar el nevero.

No es ningún placer especial trabajar de esa manera por tres kilómetros, menos a esa altura de 5.000 metros, donde la radiación solar sobre el hielo blanco enciende los rostros y donde la nieve moja las botas y la ropa.

Tras cuatro horas de trabajo vimos que no íbamos alcanzar la otra orilla del nevero y debido a esto nos dirigimos hacia un rodado que caía desde la derecha como una isla en el mar de hielo.

Acá nos detuvimos con el ánimo triste. A uno de nuestros compañeros, tal como había pasado antes en ocasiones parecidas, lo afectó la puna, la cual se manifestó principalmente en malestares estomacales. El resto pudimos comer sólo un poco de forma que el estómago retuviera algo; con nuestro compañero la cosa fue tan mala que cualquier alimento que apenas probaba se devolvía de inmediato. En estas condiciones el cuerpo se debilita con el tiempo en forma extraordinaria y sólo gracias a la fuerza de voluntad del afectado es que pudo mantener el paso con el resto.

Tras una penosa noche nos encontró la mañana siguiente de nuevo en la lucha con los penitentes. ¡El mismo trajín de ayer! Temporalmente nos aliviaban el avance placas de hielo glacial. Una gran cantidad de grietas en el hielo atestiguaban los movimientos del glaciar y exigían un gran cuidado al avanzar.

A las 2:00 de la tarde finalmente alcanzamos el lugar donde, de acuerdo al programa, queríamos haber acampado el día anterior. Ahora teníamos intenciones de seguir subiendo, pero era imposible en el mismo día alcanzar la conocida terraza de la expedición anterior en la que se encuentra un excelente lugar plano protegido del viento y que, por lo demás, es el único que se adecua para un campamento. Debimos acampar en la tarde en un lugar expuesto al viento. Tanto como era posible buscamos protección del viento detrás de una desigualdad en el terreno y armamos nuestra carpa con la intención de dormir hasta medianoche y luego sin carga realizar el último ascenso -alrededor de 1500 metros.

Cuando nos metimos en la carpa, el viento todavía era soportable, sin embargo, se transformó en tormenta. Confiábamos en una mejora de una hora a otra, pero fue inútil. La valiente carpa hizo todo para resistir la violencia del viento. La habíamos anclado bien a pesadas piedras y las orillas alrededor cuidadosamente también las sujetamos con piedras, pero la fuerza creciente con que el viento atacó aflojó las amarras de forma que las paredes de la carpa nos golpeaban como látigos en la cabeza y las piedras que sujetaban las orillas terminaron por rajar la carpa de forma que en la mañana ésta no era más que jirones.

Todos estos hechos no ocurrieron de una vez, sino que se desarrollaron durante el transcurso de la noche hasta que alcanzaron su punto culminante y ya no era posible permanecer al interior de la carpa. Obviamente no se podía pensar en dormir durante la noche, tampoco en levantarse. El único lugar soportable en todo el nefasto cerro eran nuestros sacos de dormir y nuestra carpa, mientras se mantuviera relativamente impermeable.

Cuando con los primeros rayos de sol intenté salir de la carpa, el viento simplemente me dio vuelta y volé tiritando a refugiarme bajo los trapos que alegremente seguían aleteando y golpeando nuestras cabezas de forma que uno no podía ni oír ni ver nada.

El viento no cesaba y bajo esas circunstancias intentar continuar el ascenso era una locura. Acá sólo podíamos intentar la huida, una huida tan rápida como fuera posible hacia algún lugar protegido del viento. Con dedos congelados armamos nuestro equipo. El viento soplaba por debajo de la carpa y se llevó un paquete con equipo unos 100 metros más abajo. El dueño del paquete corrió o más bien voló tras él y consiguió atraparlo antes de que desapareciera en las profundidades.

Finalmente estábamos listos y tras abandonar la carpa comenzamos cuidadosamente a descender. En cada ráfaga de viento nos sentábamos o nos dábamos vuelta porque el viento amenazaba con botarnos o quitarnos el aliento y de esa forma logramos descender a regiones protegidas.

En el campamento del día anterior encontramos a los dos mozos que habíamos dejado, uno de ellos cegado por la nieve, y tras una breve pausa nos fuimos hacia el portezuelo. La ruta de regreso por el nevero se realizó en tres horas gracias al camino ya marcado y a las 2:00 de la tarde estábamos a los pies de la chimenea.

Según nuestro acuerdo la tropa debía buscarnos acá recién al día siguiente, pero nuestras ansias por volver a pasar finalmente una noche en condiciones humanas dignas nos llevaron a regresar hasta el campamento base. Por la tarde llegamos. Recibimos una cena abundante con lo mejor que tenía la cocina que tras los sufrimientos y carencias de tres días nos pareció excelente. Nuestro pesar por el ascenso fallido se vio, al menos en parte, mitigado por la constatación de que la tormenta todavía arreciaba en el Aconcagua pues aquellas nubecitas blancas, que no son otra cosa que nieve de alta montaña suelta y arrastrada por el viento, se hacían visibles.

Tras un día de descanso en el campamento base regresamos por la ruta ya conocida hacia Santiago y cuando todos lo encontrábamos doloroso que nuestros esfuerzos nuevamente se mantuvieran sin éxito, encontramos consuelo en el reconocimiento de haber hecho todo lo que nuestras fuerzas podían sin poner en riesgo en forma imprudente nuestras existencias.

Traducción: Álvaro Vivanco

Artículo publicado originalmente en las Verhandlungen des Deutschen Wissenschaftlichen Vereins in Santiago Band IV. El original se encuentra en nuestra biblioteca y se puede revisar acá: