Relatos

El ascenso del Tronador (3460m) – Traducción del artículo de 1928

El ascenso del Tronador (3460m)

(Suiza Chilena)

Karl Deutelmoser – Valdivia

Vacaciones… El lago Llanquihue reía al sol de la mañana. Hoy queremos dejar la cartera cerrada, reír y ser felices… En la mañana viajamos con el vapor «Santa Rosa» desde Puerto Varas hacia Ensenada a los pies del volcán Osorno. Bajo el sol abrasador del mediodía íbamos por arena y ceniza en polvo junto al rugiente río Petrohué hacia Petrohué en el lago Todos los Santos. El vapor «Tronador» nos llevó a Peulla, donde llegamos al atardecer. Con nuestras botas de montaña llamamos la atención de dos americanos. Se acercaron de inmediato a nosotros. Mr. Campion, un granjero de Argentina, nos invitó a acompañarlo a su excursión de alta montaña: él quería ascender el Tronador. Apenas pudimos contener nuestras risas, que un hombre de 52 años se atreva a intentar subir el Tronador y que todavía no haya realizado un ascenso de altura como éste. Pero él era un verdadero yankee. Obviamente nosotros aceptamos, pero en la ejecución del plan no pensó ninguno de nosotros.

Otro día continuamos con nuestro viaje planeado en dirección a Casa Pangue *- Laguna Frías – Puerto Blest en el lago Nahuel Huapi. Durante nuestro regreso -estábamos a punto de partir a Cochamó en el seno del Reloncaví- nos encontramos en Petrohué con nuestro «rey de los chanchos» Mr. Campion. Le pusimos este halagador nombre porque la primera vez que nos encontramos nos contó largo y tendido de su estancia de chanchos y nos mostró un grueso álbum de fotos con su moderna fábrica. Su orgullo por su fábrica modelo y su enorme propiedad era justificado. Él venía de regreso desde Cayutué en la bahía al sur del lago Todos los Santos. Allá tiene su casa de veraneo el profesor Dr. Reichert de Buenos Aires, un conocido alpinista. Él había intentado hace 2 y 16 años ascender el Tronador**. Mr. Campion le pidió que lo acompañara como guía al Tronador. Así nos presentó lo que antes nos parecía poco creíble. Cuando llegamos donde el Dr. Reichert, nos enteramos de más cosas. Él ya había realizado con Mr. Campion los preparativos necesarios.

El 2 de febrero llegó el vapor «Tronador» haciendo una combinación extra a Cayutué para llevarnos a Peulla. Lentamente aparecían las boscosas alturas de la bahía de Cayutué delante nuestro. Sus sombras se veían violeta sobre el espejo verde de las aguas. Delante nuestro se encontraba una isla salvaje, la pequeña isla Margarita. A nuestra izquierda el «Osorno» que con su gorra nieve recordaba al Fuji-no-jama (Japón), a la derecha la atrevida y extraña punta del Puntiagudo que hace que todo se transforme en una infinita imagen maravillosa. Doblamos hacia la derecha. Sobre las oscuras laderas cubiertas por bosque nativo se elevan cegadoramente blancas las tres cumbres del Tronador -nuestro objetivo. Junto con nuestros gritos de emoción y asombro, la pregunta: ¿lo lograremos? Sin embargo, la alegría por su orgullosa figura y las ganas de ascenderlo eran inseparables de nosotros, aunque se nos apareció como inaccesible en medio del éter azul. Sobre olas silenciosas, impulsado un poco por el oro del atardecer, avanzaba nuestro vapor Peulla. La puesta de solo nos alcanzó y sobre el «Techado» brillaron los últimos rayos de sol sobre la nieve.

La cena en conjunto en la mesa redonda produjo un buen ambiente. Para alegría de los pasajeros del hotel, Mr. Campion se presentó con su equipo alpino completo como el vencedor no coronado del Tronador. Nuestros sacos de lona, piolet y cuerdas, todo estaba ahí presente. Qué valiosa se volvió la corta noche. Mañana es la cosa.

Viernes, 3 de febrero. Fue antes de las 4:00 cuando sacamos de su sueño a nuestros cuerpos. Subimos todo al auto y a las 4:00 en punto partimos en dirección a Casa Pangue. Éramos el Dr. Reichert, nuestro guía, Mr. Campion, mi compañero de Santiago, yo, el señor «Cataño», profesor de Buenos Aires y tres peones que formábamos la expedición. En el camino, en la casa de Ricardo Roth tomamos cuerdas, un piolet de reserva y un cordero ya carneado. Continuamos por un camino oscuro que apenas era iluminado un poco por las luces de la góndola. De pronto nuestro chofer se detuvo. Delante nuestro corría como salvaje un rebaño de corderos. Por suerte el líder de los corderos encontró un espacio y todo el rebaño desapareció rápidamente. Apenas teníamos la gruesa nube de polvo detrás nuestro cuando casi caímos en una zanja. Nuestro chofer, sin duda, todavía tenía arena en los ojos. No parecía para nada seguro que íbamos a llegar sanos a Casa Pangue. El techo sobre nosotros no nos permitía mirar por entre medio de las largas ramas desnudas de los grandes árboles carbonizados hacia el cielo. Sin embargo, ya conocemos la imagen del bosque agonizante, hace pocos días escuchamos a cada paso el murmullo eterno del río que viene del glaciar del Tronador. El viaje llega a su final. Al otro lado, sobre la lejana morrena se encuentra la Casa Pangue. Delante nuestro está sentado junto a una fogata un chilote con la cabeza apoyada sobre las piernas. Para nosotros nada podía ser mejor que una fogata. El aire de la mañana estaba fresco. Con agrado dejamos que se calienten nuestras partes delanteras y la espalda. En realidad, ya era hora de desayunar. «¿Vamos a tomar mate?» El grueso pan con mantequilla y el mate caliente saben magníficos.

La neblina amenaza al valle. El día se acerca. Miramos hacia el otro lado por si es que llegan las mulas y miramos hacia el Tronador. De pronto lo vemos a través de la neblina matinal resplandeciendo con el sol de la mañana. Una antigua imagen se me hace clara. Sí, fue una vista inolvidable, cuando en los Alpes en una de mis primeras excursiones de altura por una abertura en la neblina observé al «Patriolspitze» del grupo Silvretta, el objetivo de mi excursión.

A las 6:45 llegaron las mulas. Ahora podíamos partir. Rápidamente fueron cargados los animales. Qué extraño que primero haya que cubrirles los ojos para dejarlos tranquilos y así poder amarrar los sacos y provisiones. En sí estas bestias -imagen de la más completa resignación- no dan la impresión de ser unas salvajes. Así que preferimos armarnos de un látigo con la forma de una varilla de quila para darle algo de empuje al trote, pero no ayudó de mucho. Los animales tienen su paso y contra eso lucharían en vano hasta los mismos dioses. Las mulas van a su propio trote. Es lo mejor puesto que ellas tienen su trabajo acá en estas solitarias, angostas y pedregosas huellas. En fila india avanzan con seguridad innata por las piedras sueltas. El ancho de una mano es suficiente para que apoyen sus filudas pezuñas. Saben elegir el camino mucho mejor que el jinete. Así nos hicimos al camino con una caravana de 11 mulas.

A la ida vamos por el impetuoso riachuelo de montaña. Nuestros peones, que hacen su camino a pie, son sentados atrás para ser devuelto al suelo al otro lado del riachuelo. No encontramos muy agradable, ya que la mañana está lo suficientemente fresca, el tener que meter a los animales hasta el pecho en el agua y mojar con eso nuestras piernas con el agua gélida. No es ninguna sorpresa que terminamos con los dedos retorcidos y las piernas congeladas.

Tras 2 horas y media de cabalgata alcanzamos el final de la morrena. Ahí hicimos la primera pausa. Las mulas habían hecho su parte y podían regresar con el guía a Casa Pangue. El fuego abierto debía servir como una señal para cuando las esperaríamos de nuevo acá. Mientras tanto también llegaron nuestros peones. Pronto crecieron las llamas del fuego, algunos palos fueron cortados y pelados para hacer un asado al palo. Una olla con agua se puso para el mate. Lo disfrutamos mucho.

El equipo es repartido entre 8 personas: 5 sacos, 5 piolet y 45 metros de cuerda. Mientras tanto se habían levantado los rayos del sol por sobre el «Rigi» y daban un agradable calor. «Arriba, en las montañas, crece la libertad», algo así era la voz de mando de nuestro guía cuando a las 10:00 desaparecimos en el bosque dejando una parte de la carne y de la harina colgada en los árboles. Adelante iba uno de nuestros peones abriendo camino con su machete. Ahora había subir y bajar, cruzar por palos caídos cubiertos por musgos. A veces reconocemos las marcas del camino realizado hace 2 años. Las marcas antiguas reciben una nueva muesca. La mochila se va poniendo más pesadas y el sudor gotea por la frente. Sin embargo, el corazón late con más fuerza y tras una marcha de una media hora, canta nuestro guía con emocionado sentimiento: ¿Quién te ha levantado a ti, hermoso bosque, tan alto? Y nosotros coincidimos con entusiasmo. Los pájaros trinaban en el techo de hojas y se escabullían rápidamente por entre las quilas. Bien abajo rugía el agua del estero de montaña por sobre los enormes bloques de roca. Luego cruzamos un ancho claro. Una avalancha de piedras y rocas había caído acá y se había llevado todo a unos 50 m a la redonda hacia las profundidades. Acá hay que seguir por un terreno pantanoso y exuberante en el que hay nalcas de tamaños nunca vistos (los tallos de los pangues son una especie de ruibarbo). Bienvenido era el techo de hojas que nos protegía de los rayos de sol. Se sigue por unos canalones pantanosos a través del enredo que producen las enrevesadas varillas de bambú. Ahí son ellas agradables, ofrecen un buen apoyo y soporte, allá se resbala uno torcido y doblado y la fuerza no alcanza para levantar el peso de la carga y así uno se encuentra tirado algunos metros abajo en medio del matorral. Es una suerte que justo acá no hay «moras», esa plaga diabólica. Uno quisiera cruzar todo como una comadreja para poder salir de este enredo. Un par de veces vimos, en las pausas, las olas espumeantes por sobre las rocas redondeadas. Queríamos ver una imagen diferente a este grandioso desenfreno, algo más macizo que esto que a cada instante nos cambia la vista. Finalmente, por los bloques de piedra salimos al aire libre. «Sí, acá tuve la última vez mi campamento», dice el Dr. Reichert. Cerca del arroyo rugiente hay suficiente espacio, entre nalcas y chilcos (fucsias), para nuestra gran carpa. Tras tres horas hemos alcanzado este lugar. Es la 1:00. Qué bien hace el sol, qué bueno un trago de agua que humedece el paladar y enfría la frente y la cabeza, los brazos y los pies. Otros 200 metros de subida y estaríamos a los pies del ventisquero (glaciar). Su base se ve gris y sucia, llena de arena, acarreos y tierra. Sólo las grietas muestran el color del hielo.

Acá nos quedamos por un rato para descansar. Dejamos nuestra gran carpa acá y todo lo que necesitamos hoy y mañana. Tras una hora cargamos nuevamente nuestras espaldas. El piolet es cada vez más apreciado; sirve de bastón, apoyo y de gancho de escalada imprescindible. Se continúa por rocas cubiertas por enormes nalcas y fucsias y por colosos de roca en dirección a la chimenea. «Acá debemos comenzar a ascender, es la única ruta», nos dice nuestro guía. ¡Cómo desprecia y maldice uno a las quilas, ese enredo malvado! Escalamos usando nuestras manos y rodillas por las empinadas paredes, nos agarramos de las raíces, nos resbalamos y usando todas nuestras fuerzas lentamente avanzamos. Increíblemente empinado y, por lo mismo, más rápido vamos subiendo. Los árboles se van haciendo más pequeños, sin embargo, sus coronas con sus hojas coriáceas nos brindan suficiente sombra contra el sol. Indeciblemente arduo, lento y fatigoso es este ascenso. Cada media hora hacemos una pausa. Con las extremidades más relajadas nos recostamos sobre la ladera, el piolet apoyado sobre ella para no resbalar puesto que a la izquierda hay una pared casi vertical y a la derecha una caída de igual pendiente. Era claro para nosotros que el señor Cattaño, un hombre robusto, no estaba acostumbrado a estos esfuerzos y finalmente desistió de mantener el paso con nosotros y nos avisó que descendería al primer campamento. Este lugar fue nuestro campamento base a una altitud de aproximadamente 1700 metros. Nuestras carpas permanecieron guardadas puesto que el tiempo estaba bueno. Cada uno se acomodó lo mejor que pudo. Las mochilas cayeron de inmediato con sus pesos de las espaldas. Los pies fueron liberados de las pesadas botas de montaña. Qué magnífico y refrescante resultó un baño para los ardientes pies y parte superior del cuerpo.

A eso de las 7:00, después de que habíamos ascendido un buen rato por el filo de las rocas, encontramos un lugar adecuado para el descanso final y el campamento. Acá encontramos todo lo que necesitábamos: había leña, un pequeño arroyo corría por las piedras y al lado un pequeño nevero. Desde una roca saliente teníamos una buena vista de la Casa Pangue.

El alma siente una independencia deliciosa y liberadora. Nos sentimos en este espacio amplio como en casa. Mientras tanto nuestros peones estaban ocupados. En un instante llameaba nuestro fuego. Rodeado de palos y piedras parpadeaba al oscurecer. La tetera estaba lista para el mate. Alegremente estábamos sentados con piernas cruzadas alrededor de las llamas mientras comíamos nuestra apetitosa cena. Había cordero asado, pan y mantequilla. El bendito apetito nos había dejado a todos mudos. Dos mates, mate amargo y mate dulce, en forma de viejas latas de conserva, daban vueltas a la redonda. La olla se puso otra vez al fuego. Nuestra provisión de pan iba disminuyendo de forma importante, olvidándonos que estábamos recién en el inicio de nuestra excursión. La mitad de una barra se dejó guardada como ración. Jamón, carne y mantequilla se enterraron en la nieve, como en un refrigerador.

Ya no teníamos más pan. Mi compañero y yo estábamos entrenados para todo, excepto a tener que comer sólo carne. Nuestros peones sabían cómo arreglárselas. Con un poco de agua y harina amasaba uno sobre un saco de lona la masa, la separaba y la estiraba. El otro había cortado y pelado un grueso palo. Como una envoltura era sujetada la masa alrededor del palo y así se sostenía sobre el fuego. Luego de diez minutos teníamos, para nuestro deleite, pan fresco. Cada uno sacaba del palo tanto como quisiera, un poco de mantequilla y era simplemente un maravilloso pan sin levadura. El hambre ha sido desde siempre el mejor cocinero.

Con la caída de la noche queríamos indicarle a Casa Pangue donde estábamos. En medio de los arbustos, sobre una roca sobresaliente pusimos un fuego iluminador. Toda la madera de los alrededores fue puesta ahí, todos los árboles pequeños también para hacer una gran señal de fuego visible a la distancia. Un buen cuarto de hora dejamos brillar a las llamas. Esta vida en la naturaleza nos dejaba a todos en buen estado de ánimo. No se escucha ningún ruido. Apenas escuchamos un poco el murmullo del estero. Sobre nosotros dan vueltas en círculos de forma majestuosa cuatro cóndores. Tras algunas vueltas desaparecen en cielo azul. Un resplandor vespertino de color carmín apagado bendijo el día. Unas pocas veces la tranquilidad fue interrumpida por el trueno de una avalancha de piedras que cayó desde el glaciar oprimiendo nuestros oídos.

A las diez nos fuimos a la cama. El Dr. Reichert y Mr. Campion se habían metido en sus sacos de dormir y nosotros dos entre medio teníamos suficientes frazadas y ponchos para cubrirnos. A los pies teníamos el fuego, a la izquierda el pequeño nevero y paredes de roca protectoras, a la cabeza el Tronador, a la derecha el ventisquero, sobre nosotros el cielo azul con su miríada de luces parpadeantes del mundo de las estrellas y bajo nosotros, la madre tierra. Todavía por un buen rato me quedé mirando hacia arriba, me tenían fascinado las órbitas de las estrellas, la luna con sus mil ovejas que pastan en un gran espacio. Ese fue mi primer campamento al aire libre bajo la muy conocida «Cruz del Sur». Y no lo voy a olvidar. Los dos peones -el tercero descendió de inmediato después de llegar para traernos provisiones al día siguiente- estaban sentados con las piernas levantadas cubiertos con sus ponchos junto al fuego. Pusieron una vez más leña en el fuego y se quedaron dormidos.

Sábado. A las dos estamos todos despiertos. Nuestro fuego arde todavía bajo las cenizas. Se nos enfriaron los pies. Sin embargo, nuestros fieles acompañantes reviven rápidamente las llamas. Realmente éramos unas figuras graciosas debajo de nuestras frazadas y sacos de dormir. Me acordé de pronto de los camaradas fallecidos que de forma similar eran envueltos en lona para el último descanso. Con la luz parpadeante del fuego escribo para retener esas imágenes románticas y únicas que produjeron impresiones inolvidables. Entre las 3 y las 4 tomamos desayuno con mate, cordero asado y el pan hecho por nosotros con mantequilla. Era demasiado temprano para partir. Nuestro rey de los chanchos, que el día anterior se había mantenido silencioso durante el ascenso, se sentía nuevamente como un dios joven y le dio a ambos peones una conferencia improvisada acerca del deporte entre los yanquis. El resto nos mantuvimos en silencio y preferimos escuchar. También nuestro guía se había metido de nuevo en el saco de dormir y se había puesto su gruesa gorra de piel. Así esperamos la llegada del día.

A las 5:30 sonó finalmente el clarín. Las mochilas se llenaron de nuevo, el refrigerador se vació, es decir, no quedó nada excepto el lugar donde se había hecho el fuego con mucha ceniza y un fuego que se apagaba a las 6:15 cuando partimos. Con rapidez subimos por la ladera, torcimos hacia los enrevesados arbustos, de los cuales nos podíamos afirmar con comodidad para ascender. Así habíamos alcanzado, tras 1 hora y media, el límite de la vegetación. Estábamos sobre unas rocas con forma de cúpula cubiertas por musgos y fragantes flores de montaña. Ahora teníamos por primera vez una vista libre hacia los alrededores. A la izquierda estaba el agrietado ventisquero azul. Las profundidades y alturas estaban cubiertas por la neblina matinal y también el glaciar se escapó de nuestras vistas en la neblina. Sólo un par de veces se abrió la neblina y brillando al sol apareció delante de nuestros ojos a lo lejos la cumbre principal: nuestro objetivo.

Seguimos subiendo, trepamos por las empinadas y resbaladizas rocas. A las 8:00 hacemos la primera pausa, hemos alcanzado la nieve. Cada vez hace más frío y el fuerte viento, que se lleva las nubes por sobre el glaciar, nos hace tiritar.  Sacamos los chalecos de lana de las mochilas, con los cuellos hacia arriba y con las manos en los bolsillos, el piolet bajo el brazo, esperamos hasta que el Dr. Reichert, que entre medio salió a buscar los ganchos de hielo que dejó acá hace dos años, regrese. Sin embargo, es inútil, ellos todavía están cubiertos bajo el hielo y la nieve.

El equipo se prepara otra vez: carpas, frazadas, provisiones, alcohol solidificado, conservas, es decir, sólo lo imprescindible se pone en las mochilas; todo el resto queda en un saco acá junto a las rocas. Tomamos un poco de whisky y azúcar, hace frío. El Dr. Reichert hace los últimos arreglos con las provisiones, punto de encuentro, señales y otras cosas que le entrega en un papel a los peones para el señor Cattaño. Los peones nos dejan y bajan al campamento base.

Son las 10:00. Nos encordamos y ascendemos a paso lento derecho por el nevero. Tras aproximadamente una hora alcanzamos una roca que se levanta como una verruga sobre el campo. Como ascendemos en medio de la neblina, armamos acá las carpas. Sobre el glaciar la vista está despejada, lo que es necesario. Esperamos una mejora del tiempo. El lugar libre de nieve fue rápidamente aplanado y alcanzaba justo para poner las carpas. Si es que antes estaba frío, ahora brillaba con fuerza el sol. Un viento en ráfagas alejó las nubes. Adelante, a la izquierda, se encuentra el glaciar del Tronador en toda su majestuosa grandiosidad con sus empinadas y fuertemente agrietadas laderas. Nuestro guía asciende en solitario para explorar la ruta. Luego regresa. Tomamos algo de chocolate y agua y dormimos una pequeña siesta en las carpas. El sol brilla y apenas se puede soportar el calor dentro de la carpa. Nos despertamos de una vez. ¡Qué vista más maravillosa! Las nubes han desaparecido, vemos el Tronador y en un área amplia, la cordillera.

Rápidamente desarmamos las carpas y a las dos partimos por el glaciar. La vista clara nos ha engañado. Uno creía que podíamos estar arriba en 3 horas. Sin embargo, se avanza lento; a un paso regular ascendemos ahorrando nuestras fuerzas. Cada media hora hacemos una pausa. Cruzamos por grietas enormes, de más de 100 metros de largo, de un gran ancho y de una infinita profundidad que se pierde en el azul profundo. Por las zonas más angostas de las grietas intentamos pasar. A las 5:00 de la tarde, a mitad de altura llega la primera visita. Planeando con toda tranquilidad un cóndor se dirige hacia nosotros. Con la vista aguda hacia abajo busca en el terreno, da algunas vueltas y continúa su vuelo. De lo profundo emergen, como desde la caldera de una bruja, unas nubes burbujeantes. El viento las lleva hacia arriba, las separa y las une de nuevo haciendo un juego fabuloso con ellas. Nos parece que la sombre del atardecer comienza a rodearnos. Gateando subimos a una roca, preferimos eso puesto que el hundirse en la nieve nos ha dejado agotados. Cruzamos un último tramo con una pendiente de unos 60°. Doblamos hacia la derecha con lo que dejamos la ladera del glaciar y tras 5 horas, a eso de las 8:00 de la tarde, alcanzamos el portezuelo del glaciar posterior del Tronador. La abrupta pared de roca, que durante toda la tarde se elevaba vertical a nuestra derecha, que como una pared incombustible está cruzada por una capa de basalto de varios metros de ancho, nos ofrecía protección contra el viento y suficiente espacio para recostarnos. Dos lugares redondos son aplanados para las carpas. Acá debe levantarse nuestro campamento alto a unos 2400m.

Calentamos agua con la cocinilla para hacer té. Para comer tenemos cordero frío, cecinas y un pequeño pan con mantequilla. Hace frío. Los dedos se ponen rígidos y nos apuramos en ir a la cama. Zapatos y calcetines están sobre las rocas; deben secarse para mañana a la luz de la luna. Como colchoneta usamos una lona de la carpa y una delgada frazada. Como la almohada era una piedra, pusimos las mochilas sobre ella. Una delgada frazada era nuestro cobertor. Sólo el fierro de la carpa impide que nos abracemos para darnos calor. La mejor protección contra el frío es la carpa. El viento sopla frío por sobre la superficie lechosa de la nieve, desde una punta a otra, por sobre las profundidades y quebradas.

Otra vez observamos el extraño juego de las nubes. En gruesos grupos similares a un cerebro se encuentran sobre la cadena montañosa. Sólo el Osorno y el Puntiagudo levantan sus cumbres por sobre el inmenso mar de nubes. El sol, como un faro, hace que sus rayos de fuego se deslicen. El Tronador arde como las Dolomitas con la luz del atardecer. El mar de nubes está levemente tocado de amarillo, lila y rosado. Es un espectáculo de colores indescriptible, una vista celestial en permanente cambio, cada vez más fuerte pasando desde un amarillo claro hasta llegar a un rojo sangre al final.

Oscurece lentamente. El cielo se pone de un azul acero de una inédita claridad. A las primeras estrellas se han unido incontables luces parpadeantes y detrás de las altas rocas, donde pasamos la noche, aparece sonriente una reluciente luna. «Ilumina con amabilidad a cada uno de los cansados y que tu brillo derrame paz en los corazones oprimidos». Luego nos rodeó un sueño frío.

Domingo. La noche estuvo fría y dura. Fue difícil conseguir un sueño reparador; hacía demasiado frío. Las piedras y las delgadas frazadas nos daban poco calor. Desde la carpa nos caían gotas de sudor condensado como si se estuviera descongelando. Teníamos caras trasnochadas, friolentas, sin descanso ni tranquilidad.

A las 6:00 se activó la vida en las carpas. A las 7:00 hay té, el que tomamos con las hojas, carne fría, cecina, jamón y lamentablemente, sólo un pedazo de pan con mantequilla. Los calcetines de ayer se encuentran congelados sobre las piedras y los zapatos húmedos se han vuelto quebradizos. Todo se había congelado durante la noche. A pesar de eso, preferimos salir de nuestras carpas, saltamos como conejos de nieve por las piedras filosas para calentarnos y respirar el gélido, pero fuerte aire de montaña.

Había que ahorrar provisiones. Las cortezas se separaron cuidadosamente del tocino y luego raspadas y masticadas. Con eso nos frotamos nuestras caras para protegernos de las quemaduras en el glaciar, engrasamos las botas y finalmente no lo botamos, sino que lo pusimos cuidadosamente a un lado para quizás volver a usarlo al otro día. Todos los aseos personales terminaron debido a las circunstancias dominantes. ¿Cómo estaba el tiempo? No estaba color de rosas. En los valles había gruesas nubes. De vez en cuando subían nubes, el solo se dejaba ver sólo por instantes. Estábamos obligados a esperar mejores condiciones. Un viento gélido sacudía nuestras carpas. Sin embargo, no podíamos ponernos demasiado quisquillosos con el tiempo, hoy o mañana teníamos que conseguirlo mientras podíamos resistir con nuestras provisiones.

A las 8:00 iniciamos el ascenso a la cumbre principal. El tiempo está nada menos que bueno. Es domingo, uno creería que se siente. En solemne tranquilidad se deslizan las botas por la ladera. Sólo escuchamos los pasos y cómo se entierra el piolet en la nieve dura. No pronunciamos ninguna palabra. Un par de veces nos sonríen algunos fríos rayos de sol. Un viento fuerte sopla por sobre la ladera desde el glaciar posterior.

Tras una media hora tenemos el campamento mucho más abajo. Tras tres cuartos de hora -haciendo serpentinas debemos rodear las grietas ocultas- alcanzamos el portezuelo de la cara meridional. La cuerda cuelga, el piolet bajo el brazo lo dejamos caer un poco. Delante nuestro se encuentra el ventisquero del Río Blanco. Hacemos una pequeña pausa y buscamos un lugar adecuado para poder descender por la abrupta arista. El tiempo empeora. Nos recostamos detrás de los bloques de roca, dormimos un poco bajo el débil sol. Sin embargo, la espera por mejor tiempo es en vano. Debemos regresar. Aparece neblina, comienza una ventisca y se siente que hace más frío. Nuestro guía da la señal de partida y a la 1:00 estamos de nuevo en el campamento. Durmiendo esperamos por un tiempo mejor. Una fuerte lluvia golpea las carpas. Más tarde brilla un fuerte sol y seca rápidamente todo. A nosotros también nos hace muy bien. De pura insolencia hacemos una carrera con los pies desnudos por el nevero y escalamos por las rocas. No nos dejamos amilanar, sino que por el contrario, disfrutamos la amplia vista libre al espléndido mundo de las montañas. En las montañas vive la libertad. Este es el lugar donde el alma recibe un fuerte impulso hacia las alturas en el aliento de Dios que nos hace más fuertes y nobles.

A las 7:00 tenemos la cena, pero esta vez sólo hay cordero, jamón y té tibio. El último pedacito de pan que nos quedaba debemos dejarlo para el día siguiente. A las 8:00 nos vamos a dormir. En lo profundo del valle todavía hay nubes. Más allá, desde el mar, brilla el sol. Nuestro objetivo: la cumbre principal del Tronador resplandece arriba sobre nosotros en un fascinante brillo solar. Un resplandor maravillosamente aromático del más delicado amarillo ondea sobre las nubes. Uno quisiera contener el aliento para poder retener este espectáculo único. El sol se pone. Un techo de nubes anaranjadas separa a la tierra del azul pálido del cielo. Todavía otro poco y el cielo y las nubes se funden en un violeta mágico.

La bola de fuego del sol que se hunde en las mareas del Océano Pacífico hizo que la imagen de la puesta de sol pasara de un indescriptible colorido a un legado poco habitual, lo que nos puso especialmente felices y nos conmovió; nos daba el aviso de un día esperanzador.

Lunes, 6 de febrero. Es la 1:00. Sacamos las cabezas; la amplia naturaleza de la Madre Tierra se encuentra en un sueño profundo. Una hora más tarde nos preparamos para el último ascenso, tomamos un poco de té frío y tocino y mantequilla como pequeño desayuno. A las 2:45 en punto partimos en la misma dirección como en la mañana del día anterior. Es noche de luna llena. La nieve congelada convertida en hielo brilla a la luz de la luna. De forma clara y precisa hacemos sombra hacia adelante, graciosas siluetas. No decimos ni una palabra. Un silencio religioso. Tras una hora alcanzamos la arista. Descender por la pared de la arista hacia el glaciar del Río Blanco nos da dificultades. Finalmente, tras 2 horas de escalada podemos tallar escalones en una ladera de hielo que termina diez metros más abajo en una grieta.

Mientras tenemos que probar cada paso y agarre en la roca descompuesta, presenciamos la lucha del sol con la luna, del día con la noche. Ese bien pudo ser el espectáculo más hermoso de toda nuestra excursión. La luna se mantenía plomiza sobre las montañas que en las cumbres altas todavía tenían nieve. El lago Todos los Santos se encuentra tranquilo en un brillo mate oscuro. De pronto se deslizan un par de rayos de luz sobre nosotros, comienzan a pintar la nieve de las cumbres y las accidentadas aristas de roca; el mundo tiene a cada minuto una imagen diferente, más cálida y más encantadora; la naturaleza despierta y se muestra en sus vestidos fiesta para un nuevo día. Un amanecer fragante y finalmente las puntas del Osorno, Calbuco, Puntiagudo, todo el mar de cumbres fabulosamente dorado.

Muy arriba nuestro vemos la primera cumbre del Tronador. Cruzamos a buen paso su ladera glaciada. Apenas lo podemos creer, pero acá arriba encontramos un escarabajo de tierra.

Subimos por el enorme glaciar que tiene su origen en la plataforma entre la primera cumbre y la principal. Enormes masas de nieve y hielo cubren las extensas superficies de las laderas oeste y sur. Verdaderos icebergs han caído y se encuentran enterrados bajo las nieves eternas. Enormes grietas de un largo y profundidad interminable nos dan una idea del verdadero tamaño del glaciar. Ya al inicio observamos una marcad forma piramidal que se eleva desde las profundas grietas.

Seguimos subiendo por la fría sombra de la cumbre. Cada paso va acompañado de un golpe del piolet en el hielo. Las horas pasan. Nosotros no pensamos en el cansancio ni en el agotamiento, sólo tenemos un objetivo que nos lleva, sin descanso, hacia adelante y hacia arriba: alcanzar la cumbre. Son alrededor de las 11:00 de la mañana. Abajo de nosotros el sol langüetea la sombra y de pronto nos han alcanzado los primeros rayos. El sol brilla de forma despiadada sobre nosotros. Ya casi lo hemos logrado. Pasamos junto a una gruta de hielo azul de la que se han cuelgan innumerables formaciones. El hielo se pone como un liquen poroso, formaciones de ásperas tormentas que azotan y rugen eternamente. Nos hundimos hasta las rodillas. A las 12:00 hemos alcanzado la plataforma de la cumbre principal.

Ninguna tormenta de nieve nos sorprendió, ninguna avalancha se desprendió desde las masas de nieve que colgaban sobre nosotros, puesto que estaban hechas hielo. Favorables para nosotros permanecieron el cielo y la cordillera. Finalmente estábamos arriba sobre la pequeña planicie de nieve que hacia la izquierda se extiende como la arista de un techo y que en una curva cerrada lleva a la punta de la primera cumbre.

Habíamos alcanzado los 3360 metros. El sol caía directo sobre nosotros. Unos pocos pasos más hacia la derecha de la cumbre principal, como si caminaramos por el hombro hacia el cuello. Luego nos sentamos cansados sin pronunciar palabras, sin movernos. Casi diez horas de ascenso en constante lucha con difíciles laderas de hielo.

Cuando allá en Alemania las hojas de los árboles cambian de color y se caen, cuando cae una gruesa neblina, entonces parten nuestros cantantes desde el bosque y el campo hacia el sur. En alguna parte, en la orilla del mar Mediterráneo en Italia, se instalan delante del esfuerzo que significa cruzar la extensa superficie del mar. Con las últimas fuerzas llegan a la soleada costa de África y se recuestan allá cansados, al final de sus fuerzas como pelusas en el polvo. Tras unas pocas horas de descanso siguen avanzando contra el sol. Así estábamos nosotros, comíamos tranquilos y lentamente nuestro último pedazo de pan, nuestra carne y mantequilla, jamón y conservas. Diez horas de los esfuerzos más duros habían pasado cuando en la noche de luna nos preocupamos un poco por nosotros. Tomé la botella con hielo que goteaba bajo el sol ardiente para beber algo de agua y así humedecer los labios jadeantes y secos.

Mudos mirábamos hacia la cumbre, considerando la posibilidad de alcanzarla. Ella se parece a una cabeza con caliza roja, blanca y amarilla que cae y se descompone sobre la cual, como los rizados pelos de un negro, cuelgan enormes masas de hielo.

Teníamos que hacernos cargo de la realidad y conformarnos con lo que habíamos alcanzado. La cumbre es inescalable. Sería un juego frívolo arriesgar la vida bajo estas circunstancias. Donde la naturaleza triunfa y la victoria indiscutible se hace esperar, ahí se entrega el alpinista a su destino irremediable sin importar cuanto le duela. Todavía saqué algunos pedazos de roca que nuestro guía quería llevar para un estudio químico.

Un poco fortalecidos y descansados, un poco capaces de disfrutar, observamos el mundo indescriptible y grandioso que se abre delante nuestro, extraño y que, sin embargo, tanto nos recuerda a los cerros de nuestra patria, a los Alpes, inmenso, un mundo que no se formó para los hombres, que parece ser el brillante reino de espíritus. Hay un par de nubes, fuera de eso la vista es magnífica y clara. Vemos los alrededores más cercanos. Como el lago Mummel se encuentra la laguna Frías, luego el lago Nahuel Huapi con su desagüe, el Limay que de forma sinuosa se retuerce por la pampa argentina y se pierde en el vapor de la lejanía. Hacia el Norte hay un caos de aristas y cumbres de la cordillera con grandes y pequeños lagos entremedio; hacia el Oeste los cerros de San Domingo, el Puntiagudo y Osorno bañado por el Todos los Santos y el lago Llanquihue y finalmente más allá del bosque, la franja del océano Pacífico. Desde el Sur nos saluda el volcán Yate en el seno del Reloncaví.

Un grueso mar de nubes se ha formado mientras tanto. Tomamos una foto panorámica y luego, poco antes de las 2:00, comenzamos el descenso. Nos encordamos y partimos, pasamos junto a la gruta azul por la empinada ladera hacia abajo. La ladera es tentadora para un descenso en ski. El sol ha borrado nuestras huellas y la nieve, que en la mañana estaba congelada, se ha ablandado tanto que nos hundimos en ella hasta las rodillas corriendo el peligro de caer en alguna grieta oculta. Así que no nos queda otra que deslizarnos y dejarnos quemar por el sol infernal. Los rayos caen verticales sobre la ladera. La brillante ladera de nieve los refleja. La piel de la cara está quemada e insensible. De esta forma descendemos por horas sin protección contra la tortura del calor. En las pausas nos recostamos como si estuviéramos sin vida sobre la nieve. Nuestro guía, el Dr. Reichert, nos cuenta como en su ascenso de 1911 su único acompañante, un chilote, sufrió de un problema a la vista provocado por el fuerte brillo de la luz solar sobre el hielo y la nieve.

A las 8:00 de la tarde llegamos al campamento alto, después de dar una larga vuelta para ahorrarnos la escalada de la mañana. ¡Cómo se alegra uno en los Alpes cuando regresa victorioso o derrotado al refugio! Una habitación cálida y cómoda, té o leche caliente, una cena reponedora y un buen lugar para dormir, es decir, los refugios son un capítulo aparte. Alegre, frescos, fortalecido y como recién nacido parte uno al día siguiente después de eso.

Un refugio como ese nos hizo falta cuando llegamos muertos de cansancio. En que uno tenga que reemplazar los refugios en la cordillera se encuentra lo romántico. Para nosotros sólo había cordero asado frío y jamón, nada caliente, el alcohol solidificado se nos había acabado el día anterior. Además, comenzó a hacer frío.

Otra vez disfrutamos de una fabulosa vista hacia el Norte. Toda la cordillera hasta el Lanín se encuentra delante nuestro. El sol cae por el Oeste. Un bello crepúsculo, puro y hermoso, cierra el día. La luna sonríe en paz desde el cielo. Infinitamente armónicos son el cielo y la tierra. Estamos tranquilos. Grandioso y solemne el mundo. No sopla ni una brisa de viento. Sobre nosotros se extiende la noche de terciopelo azul con sus incontables estrellas que en el aire puro brillan el doble que cuando uno las ve desde el valle. Un silencio maravilloso, un silencio que la profundidad no conoce, yace sobre el mundo de la montaña. Ningún ruido se abre paso hacia estas alturas.

Extremadamente armónico fue el final de este duro día. Un profundo sentimiento recorre nuestros corazones, un sentimiento de felicidad y profunda satisfacción. El mundo es hermoso y nosotros podemos disfrutarlo y experimentarlo en esta pureza, en las montañas liberadoras sobre todos los seres vivos, en esta sagrada soledad.

Comemos un poco más y luego nos acostamos a dormir antes de que el frío de la noche nos alcance. Sin embargo, los grandes esfuerzos no dejan que llegue el sueño reparador.

Martes, 7 de febrero. Llegó la mañana. Se desarman las carpas, las latas de conservas y una hoja de papel son dejadas y puestas bajo una piedra. Ellas deben contarle a otros que nosotros alguna vez estuvimos acá.

La nieve está congelada, nuestra huella de antes de ayer se ha borrado. En las empinadas laderas se tallan escalones. Paso a paso descendemos con lentitud. El piolet se hunde profundamente en la nieve y no da seguridad. A pesar de eso, se avanzan largos tramos más rápido que a la subida. Grandes campos, cubiertos por grandes piedras son rodeados o cruzados a paso rápido para evitar el peligro de la caída de piedras. En la última hondonada de nieve con una inclinación de 45° se nos acabó la paciencia para deslizarnos por la nieve. Con la cuerda puesta nos lanzamos hacia abajo. En 5 minutos estábamos abajo, hacia arriba había durado aproximadamente una hora. Seguimos escalando por las rocas cubiertas con musgos, regadas por innumerables arroyos y alcanzamos alrededor de las 10:00 el campamento intermedio donde nos dejaron los peones. Fue la salvación; los fieles compañeros nos habían traído hasta acá pan fresco y cordero asado. Teníamos por un instante la sensación de haber estado separados del resto del mundo. Acá encontramos el primero correo. El profesor Cattaño había escalado hasta acá para tomar fotografías y conocer la flora. Además, nos había dejado una carta. El aprovisionamiento funcionó de forma impecable. Con un hambre voraz nos tragamos los panes.

A las 11:45 alcanzamos las últimas rocas antes de entrar al bosque. Con un fuerte saludo le dimos una señal a los peones, que esperaban en el campamento base. Escuchamos su respuesta. Apenas pasó ¾ de hora y aparecieron entre los últimos árboles. Habíamos llegado un poco más allá. Nos señalaron con los brazos el último descenso. Como comadrejas vinieron saltando por las rocas, nos dieron la mano a cada uno de nosotros y nos felicitaron. También el profesor Cattaño vino a encontrarnos y hubo un afectuoso saludo con él. Éramos admirados y, en silencio, también envidiados. Debimos haber producido una impresión extremadamente alegre, feliz y llena de satisfacción. Nuestro aspecto externo debió haber sido algo descuidado, pero no era debido a un paseo con todas las comodidades. Recién en ese momento nos dimos cuenta de esto.

En ¼ de hora habíamos alcanzado felizmente nuestro primer campamento. ¡Cómo queríamos este cálido lugar! Había de todo lo que nos había faltado. Fuego, mate caliente, pan con mantequilla, asado de cordero y en una hora la sagrada tranquilidad. Dos cóndores, un águila y un aguilucho nos visitaron de cerca. Les dejamos una mesa cubierta por su amistosa visita.

A la 1:30 dejamos nuestro refugio. Qué contentos estábamos de tener nuevamente a nuestros porteadores con nosotros. Ahora nuestras mochilas ya no son tan pesadas y uno no se cae tan fácilmente. El descenso fue mucho más rápido. Nos abrimos paso a través del laberinto. Nuestra última parada, donde dejamos nuestra carpa más grande, fue alcanzada y a las 4:30 estaba encendido el fuego a los pies del Tronador. Las llamas debían iluminar y avisar en Casa Pangue que estábamos de regreso. Todavía teníamos tiempo para arreglarnos y tener un aspecto decente. Tomando mate esperamos a nuestros animales.

A las 6:00 partimos en las mulas a Casa Pangue. Comenzó a llover, sin embargo, desde hace rato que calentamos nuestros cuerpos con unas gotas de vino. Poco antes de las 9:00 nos subimos a la góndola que nos llevó a Peulla donde fuimos recibidos con entusiasmo.

Al otro día viajamos todos a Cayutué donde estábamos invitados. Una hermosa despedida estaba preparada. Una flor de la suerte fresca voló a nosotros y reemplazó a la antigua en el ojal.

Y nosotros agradecimos con un ramo de flores raras de la montaña.

* Casa Pangue fue construida hace unos 50 años por Guillermo Püschel, uno de los primeros colonos del volcán (llegado en 1856 a Puerto Montt). Para la construcción de la casa, cubrió el techo con hojas de nalcas (pangue). La gente la llamó «la casa con los pangues».

**El Macizo del Tronador por Federico Reichert. De los anales de la Sociedad Argentina de Estudios Geográficos «GAEA». Buenos Aires, 1927.

 

Traducción: Álvaro Vivanco

Artículo publicado originalmente en la Revista Andina 1928 Heft 6