Relatos

Ascensión al Monte Mercedario – Artículo de Maass de 1934

Ascensión al monte Mercedario, una de las más altas cumbres andinas, que se levanta en la provincia de San Juan

Por Albrecht Maass

Especial para LA PRENSA

Berlín, 1933

A unos 100 kilómetros al Norte del Aconcagua, la montaña más alta de América, se levanta su hermano menor, el cerro Mercedario, completamente inexplorado hasta la fecha, y cuyos alrededores sólo han sido visitados raras veces por excursionistas, pues muy poca gente es atraída por esta región tan árida, donde sólo en verano pastan algunas ovejas.

Entre una cadena de montes cuya altura es superior a 6.000 metros y cuyos cerros principales son el Alma Negra y La Ramada, de 6.000 y 6.200 metros de altura, respectivamente, se yergue el macizo del Mercedario, cuya altura se calcula entre 6.700 y 6.800 metros. Es decir, solamente de 200 a 300 metros menos que el Aconcagua. Aquellas cumbres cierran por el Norte esta cordillera tan majestuosa, pues desde allí declinan las montañas en varios centenares de kilómetros hacia el Norte, hasta que en la región de Antofagasta vuelve otra vez a alturas mayores de 6.000 metros. Igualmente que el Aconcagua, el Mercedario queda fuera del límite con Chile, completamente en territorio argentino, sobresaliendo mucho su altura en el cordón del límite, que en aquella región tiene de 4.000 a 4.500 metros.

Campamento en el valle Hermoso o de Los Patos. En el fondo, los cerros Ramada y Alma Negra

 

Era difícil encontrar gente que conociera los caminos que llevan al Mercedario por el lado chileno; pero, por fin, encontré la persona indicada, un acaudalado hacendado chileno que tiene un pariente argentino, dueño del territorio que ocupa el Mercedario y sus cerros contiguos. Esta persona me prestó gran hospitalidad y una eficaz ayuda, subsanándome todas las dificultades que ofrecía una expedición tan larga en tales regiones. Había que contratar mulas y baqueanos, comprar provisiones, llevar carpas, etcétera, para todo lo cual conté con su buena voluntad.

La hacienda Sobrante

Después de algunos días de arduo trabajo para terminar nuestros preparativos de viaje, salimos en dirección a la cordillera el 31 de diciembre de 1932. El camino que desde el fundo Sobrante sigue el valle del río de este nombre, se interna en una región que se vuelve cada vez más pedregosa, mientras los cerros se empinan y se elevan cada vez más. Salimos de una vegetación de maitenes y algarrobos para entrar en una región de quiscos y matorrales, más bien en un bosque de espinos. El sol caldeaba la atmósfera. Con grandes deseos esperábamos ver a cada vuelta del camino el rancho del capataz del fundo, donde queríamos pasar las horas calurosas del día para proseguir por la tarde nuestro camino hacia la frontera. Bajo unos árboles frondosos bajamos de los animales, arreglamos las carpas y, después de tomar el clásico mate, hicimos nuestra siesta, mientras los animales descansaban para realizar una subida penosa hasta las Cruces, un pequeño oasis de pasto abundante a unos 2.220 metros de altura. Protegidos por los corrales de piedra contra el viento nocturno, dormimos sin carpa; pero experimentamos el frío cordillerano que hace descender el termómetro hasta un grado bajo cero, aun en pleno verano. En los alrededores de nuestro campamento hay todavía quiscos grandes, que nuestro baqueanos llama, por su tamaño, «quiscos de sandía», y cuyas espinas se prestan también bien para agujas de gramófono. En invierno toda esta región está cubierta de una espesa capa de nieve. A veces, en pleno verano, llegan tempestades de nieve, sorprendiendo a los pastores descuidados. Nos apresuramos a salir, pues tenemos que efectuar dos paso de 3.500 metros de altura hasta llegar a nuestro próximo campamento. Subimos un cerro en dirección al Este; a nuestra izquierda brilla el fondo de una laguna verdosa de donde nace el río Sobrante, que fertiliza los terrenos cultivados de la hacienda y del pueblo de su nombre.

Poco a poco va desapareciendo la vegetación, el senderito rocoso sube en zigzag la falda del cerro, los animales jadean; la altura y el peso de la carga los hacen detener a cada rato. Por fin, llegamos al primer paso. Un viento helado nos recibe y se hace sentir a pesar del sol, que brilla fuertemente. El panorama era impresionante delante de nosotros; detrás de dos cordones de cerros multicolores, se erguía con suave inclinación en su flanco septentrional la enorme mole del Mercedario, cortada abruptamente hacia el Sur, en donde brillan enormes ventisqueros. Nos encontramos en un valle ancho que poco a poco se va estrechando para formar una honda quebrada a la cual tenemos que bajar para luego subir al otro lado y alcanzar el segundo paso denominado las Llaretas, llamado así por la abundancia de esa especie de musgo que, en forma de colchones, cubre el suelo.

Ya estamos en la Argentina. Mañana, al tercer día de viaje, esperamos estar al pie del Mercedario. Todavía hay que subir otro paso, llamado la cuesta del Cobre, y bajar otra vez antes de llegar por la tarde a una lagunita y a unas vegas, donde debemos hacer un campamento, para iniciar desde allí la ascensión al Mercedario. La montaña, multicolor, se levanta como un fantasma ante nosotros; todavía ignoramos por dónde tendremos que escalarla. Empleamos un día de descanso en escudriñar los alrededores, pues el mapa y el baqueano solamente hasta aquí conocen el camino. Lo que viene en adelante es «tierra incógnita». A nuestra derecha se levanta una cordillera de puro yeso. Hasta el agua tiene gusto a yeso, tan fuerte, que debemos cambiar el campamento para buscar un arroyo que nos proporcione mejor agua.

El Mercedario visto desde el valle del mismo nombre.

Por el aspecto que presenta el paso de los Piuquenes y desde la cuesta del Cobre suponemos que el Mercedario tiene su «lado flaco» en su falda septentrional. Tratamos de encontrar un valle que diera acceso hacia el Noroeste y descubrimos por fin en el valle La Sal una posibilidad de acercarnos. Penetramos en un valle sumamente pedregoso, de una soledad impresionante; avalanchas de piedras de todos colores y de todos tamaños cubren las faldas, entre las cuales hay que buscar el camino. El valle se estrecha cada vez más; a veces hay que bajar al río y buscar en su lecho un paso para los animales. Por la tarde volvimos a nuestro campamento, después de realizar esta exploración. Más o menos nos orientamos sobre el camino que debíamos tomar para llegar a la falda septentrional del monte, aunque nos hallábamos medio desilusionados al ver que sólo podríamos llegar con nuestros animales hasta los 4.300 metros de altura, desde donde nosotros tendríamos que conducir las cargas, como lo hicimos, hasta llegar a una altura de 5.500 metros, de donde, con un esfuerzo final, esperábamos llegar hasta la cumbre. Los baqueanos, gente supersticiosa, se negaban a ayudarnos y llevar parte de nuestras cosas desde los 4.300 metros para arriba.

Valle próximo al Mercedario

El tiempo se pone dudoso; no obstante, queremos hacer un último esfuerzo. Terminados los preparativos necesarios para la ascensión, salimos a la madrugada del 6 de enero. El sol, ya a las 10, desaparece entre nubes amenazadoras. Seguimos a caballo hasta los 4.300 metros, esperando que el tiempo se normalizara. A mediodía alcanzamos el lugar que con los anteojos habíamos elegido como primer «alto campamento». Mandamos los animales de carga al campamento base, con la instrucción de que nos buscaran a los tres días. Pasamos toda la tarde en arreglar la carpa y en explorar el camino que debíamos seguir. Es necesario pasar por filas de «nieve penitente», formación terrible de nieve lisa, con puntas afiladas y endurecidas por el frío nocturno, que impide la marcha regular, pues el espacio que queda entre dichas filas es tan angosto que apenas puede pasar una persona.

Nieve penitente, a 4.500 metros de altura.

La madrugada del día siguiente nos encuentra en plena lucha con el cerro, que se defiende con sus penitentes, que a veces tenemos que cortarlos para pasar sobre ellos. Los penitentes cubren el ventisquero que sobre nosotros muestra sus grietas abiertas. Debemos subir la falda del ventisquero para llegar a la loma que existe al Noroeste del Mercedario y que constituye, al parecer, el único camino de acceso. El hielo, cada vez más agrietado, se endurece más, mientras la falda es cada vez más empinada. Hace tiempo que nos hemos sujetado con una soga, aunque sabemos que más bien es una ayuda moral que efectiva para el caso de una caída. El cielo, después de un espléndido amanecer, se pone gris; las primeras nubes, en forma de velo, cubren el firmamento, indicando el cambio de tiempo que temíamos ya. A pesar de las estacas de hierros, tenemos que hacer peldaños en el hielo. La falda del cerro se hace aún más empinada y el hielo tan duro que parece un diamante. Nos detenemos, para reflexionar, sobre una roca solitaria en medio de ese desierto helado. Con las mochilas tan pesadas al hombro, no podemos continuar este camino tan peligroso. Debemos sacrificar unos 100 metros de altura, trabajo de varias horas, empleadas en hacer peldaños, que ahora debemos abandonar, para atravesar horizontalmente hasta algunas rocas, que quizá podrían conducirnos hasta el sitio que deseábamos. Después de tres horas de trabajo, llegamos muy cansados a la loma; allí resolvimos hacer el segundo campamento alto, a pesar de que apenas habíamos alcanzados los 5.000 metros. Después de todo, habíamos subido solamente unos 600 metros. Desilusionados y deprimidos con los presagios seguros de cambio de tiempo, resolvimos levantar el campamento. De todas maneras, queríamos hacer al día siguiente una tentativa para llegar a una corona de rocas que cerraba la vista y que debía estar a unos 6.000 metros. Las pocas horas de la tarde se emplearon en comer lo más que pudimos, pues en las alturas desaparece el apetito y por eso las energías se pierden tan fácilmente. El tiempo se ha tranquilizado un poco; la puesta de sol pone en los cerros vecinos colores abigarrados, para teñir por fin todo con un hermoso tono medio morado, que impresiona nuestro espíritu y nos hace olvidar las penurias del viaje. Cae la noche; ningún ser humano hay a nuestro alrededor. Un silencio absoluto nos rodea; brillan las estrellas con un esplendor purísimo; el viento corre aún en ráfagas violentas que hace penetrar el frío hasta los huesos; hay 12 grados bajo cero.

El segundo campamento alto.

A las 6 de la mañana me alisto para subir solo, pues mi compañero se siente mal y quiere esperarme en la carpa. El cielo todavía está despejado, pero algunas nubes sospechosas indican un cambio seguro. A las 7 empiezo mi ascensión. Las piedras sueltas de la falda dificultan la subida. A cada diez metros tengo que descansar; a cada paso el panorama se vuelve más imponente. Hacia el Norte, se extiende una cadena de cerros desconocidos; hacia el Oeste, una montaña tras otra, entre las cuales brillan, a veces, ventisqueros verdosos que nadie ha pisado todavía.

Vista hacia el Sudoeste, desde una altura de 6.000 metros

El sol se va ocultando tras las nubes grisáceas, que paulatinamente cubren todo el cielo. Me apresuro a alcanzar la cresta de rocas que después de cinco horas de penosa subida está delante de mí. Todavía es necesario pasar algunos campos de nieve que el viento y el frío han transformado en puro hielo. Detrás de ellos se eleva otra loma más suave, erizada de rocas que cierran otra vez la vista hacia el Este, mientras que por el Norte desciende suavemente la ancha falda del cerro, dejando ver un mar de picachos desconocidos. Corren las primeras ráfagas de viento que indican un próximo temporal. Efectivamente, empieza a nevar y granizar. Debo, pues, descender. Quedarse a 6.000 metros de altura, con ese frío terrible, significa una muerte segura. Corriendo y saltando, alcanzo en menos de una hora el campamento, donde mi amigo está esperándome ansiosamente con una sopa caliente que, después de tantas fatigas, repone mis energías gastadas. Debemos bajar al primer campamento alto antes de que se desencadene el temporal, que nos hará volar con nuestra carpa. Más ligero de lo que pensaba llegamos a él en medio de un torbellino de copitos de nieve. Al día siguiente se presentó el arriero con los animales. Miramos hacia arriba, donde todavía la tempestad de nieve extiende su blanca sábana. El tiempo continuó mal, por lo que después de dos días de descanso en el valle de Los Patos, decidimos volver a Chile. Tratamos de acortar el camino del regreso para evitar que un nuevo temporal nos alcanzara a 3.500 metros, en el paso a Chile. Los animales, cansados por el viaje forzado, están presintiendo el peligro que nos amenaza. A pesar de la altura, corren como demonios para alcanzar el lado chileno, más protegido de las tormentas. Detrás de nosotros se desencadena una tempestad como hacía muchos años no se había visto en Chile. El hilito de agua del estero Sobrante, se ha convertido en un río caudaloso que arrastras árboles enteros y destruye los puentes y compuertas. Cuando estamos de vuelta en la ciudad, brilla otra vez un sol radiante en un cielo azul, sobre un paisaje purificado por la lluvia. Las cimas nevadas de los cerros se levantan como gigantes en el aire claro de la mañana, dándonos con sus capas blancas el último saludo de su hermano mayor, el Mercedario.

 

Artículo publicado en La Prensa, Argentina, el 1° de enero de 1934