Relatos

La Lucha por el Plomo (5430 m) – Artículo de Lüders de 1931

La Lucha por el Plomo (5430 m)

Jürgen Lüders – Santiago

Enorme se levanta el macizo del Plomo delante de nuestros ojos. Su vista produce respeto, todo es inmensidad, solidez y majestad.

Ya los incas, aquellas orgullosas personas de gran cultura, fueron atraídas por las montañas y mientras estuvieron, por corto tiempo, acá en Chile, buscaron al Plomo para practicar en él sus ritos, adorar a su dios, el sol. Es para maravillarse como estas personas, que con seguridad no tenían acceso a equipo de montaña moderno como crampones, zapatos con clavos, etc., ascendieron montañas. Sin embargo, es aún más sorprendente que hayan podido levantar una especie de altar a esa altura para dejar protegidos sus ídolos por un muro de casi 3 metros de grosor y ofrecer un sacrificio a su Dios Sol.

Ya hace 35 años el Plomo fue ascendido por los primeros alemanes, los señores Brant y Luck. En la expedición también participaron los señores Conrads, Griebel y Hannesen que debido a las difíciles condiciones se quedaron un poco más abajo de la cumbre. El ascenso resultó recién después del tercer intento y le puso las más altas exigencias a los participantes. Al principio ellos pensaron que eran los primeros ascensionistas, sin embargo, cuando descubrieron las construcciones incas se dieron cuenta de su error. Además, en la cumbre encontraron una lata de sardinas, una prueba inequívoca que ya antes mineros habían estado arriba puesto que probablemente los incas no estaban al tanto de la conservación de sardinas.

Entonces empezó el último caos. Otto se cubrió con un pedazo de carpa, Hans sostenía con esfuerzo los últimos jirones y yo sacudía la nieve de mi cuerpo. Si es que hubiera nevado habría sido peor, sin embargo, el eterno aullido en la noche, el azote constante del hielo en la cara, nuestros gemidos y maldiciones lo podían volver loco a uno. Fue una «noche triste» en el verdadero sentido de la palabra. Cuando hubo un momento de tranquilidad, cité las memorables palabras de una querida madre jubilada: «Gringo loco, tiene casa, tiene familia, tiene chiquilla y se va a la cordillera a sufrir…» La lacónica respuesta fue «cierra la boca» y luego tomó nuevamente la palabra el viento.

En La Nación del año 1929 encontramos interesantes declaraciones sobre el ascenso del Plomo del minero Chacón, que probablemente la realizó en el año 1919. Obviamente este hombre buscaba, atraído por la ambición del oro que no conoce límites y se arriesga a cualquier peligro, el fabuloso cerro de plata, «derrotero de Picarte», así como probablemente lo hicieron los mineros que dejaron la lata de sardina en la cumbre. Picarte, un oficial argentino, supuestamente encontró en una de sus cabalgatas hacia Chile una veta de plata en el cerro Plomo. Tras su muerte nadie sabía la verdadera ubicación del cerro y todavía hoy en día es buscado, por los habitantes de los valles de altura en Chile y en Argentina, el fabuloso «cerro de plata». Nuestro guía de montaña, don José María Castillo, busca ya desde hace 50 años y afirma con seguridad que dicho cerro existe en las cercanías del Tupungato.

En lugar de eso, el minero encontró en las pircas (muros) de los incas diferentes ídolos de plata, que fueron encontrados un considerable tiempo más tarde por un periodista en Puente Alto que los fotografió para La Nación. Chacón había encontrado cuatro o cinco de esos «monitos», como él los llama, sin embargo, ya había regalado hacía unos años algunos de ellos. Interesante es su afirmación de que él sería el único capaz de ascender la montaña. ¡Si hubiera sabido que los alemanes ya habían alcanzado la cumbre 25 años antes que él y antes que ellos, otros mineros y aún antes los incas!

Él no estaba completamente equivocado, puesto que sabía que un buen número de intentos de ingleses habían fracasado. Las diferentes plataformas, dispuestas por manos humanas con propósitos de campamento ubicadas en las laderas del Plomo, cuentan de noches congeladas y de vuelta atrás. Un reporte en la Andina del señor Fickenscher nos da escalofriantes detalles acerca de uno de sus varios intentos fallidos junto a uno de los mejores montañistas chilenos, el señor Trewhela. Ambos regresaron heridos a Santiago.

En el año 1929 los suizos Hans Dudle y Hermann Schuerig tomaron la decisión de atacar al gigante. Cabalgaron por el mismo camino que voy a describir más tarde hasta Piedra Numerada y desde ahí alcanzaron en unas 16 horas la altitud de 4800 m, donde decidieron pasar una parte de la noche para luego, en la misma noche, avanzar hacia la cumbre. Como no tenían carpa y sólo estaban equipados con una manta de lana, sufrieron mucho con el frío, de forma que tuvieron que esperar hasta las 10:00 del día siguiente para liberar al sol a sus extremidades del entumecimiento. Luego ascendieron con grandes esfuerzos en tres horas hasta la cumbre. Nos contaron con entusiasmo de la vista panorámica que se puede disfrutar desde la cumbre.

Cuando nosotros en el año 1929 (diciembre) ascendimos el Altar de 5200 m de altitud y el Plomo ofrecía la vista hacia el Sur de su enorme macizo, hablamos a menudo de intentar alguna vez vencer a este coloso.

Así ocurrió: del juego de los pensamientos salió una decisión firme. Wolf, Otto y yo estábamos preparados. Entre navidad y año nuevo el Plomo sería el siguiente. A última hora se decidió que el amigo Wolf viajaría a Alemania así que Hans Conrads apareció en su lugar. Cómo se alegró Hans al saber que podía seguir las huellas dejadas por su padre. Así nos encontró el día de navidad de 1930 rugiendo en un Ford por las Condes y La Hermita hacia Corrales Quemados.

La expedición fue bien organizada. Las provisiones distribuidas de acuerdo a nuestra experiencia. Lo más grande y pesado para el campamento base, lo más pequeño y liviano para el campamento de altura. En Corrales Quemados pasamos una noche magnífica en la cabaña de nuestro arriero, don Floridor Salfate. A la mañana siguiente, el 26 de diciembre, nos montamos en las mulas. Primero partimos hacia arriba hasta cierta altura, luego el camino seguía, en parte, hacia el interior del valle de Yerba Loca.

Luego cabalgamos por una loma hacia el valle del Leoneras desde donde tuvimos la primera vista del Plomo. Las sensaciones que tuvimos acá no se pueden describir., sin embargo, siempre nos volvíamos a preguntar: ¿lo vamos a lograr? Severa y dura volvía la respuesta: debemos lograrlo. Tras otra loma, que forma el límite del valle del Leoneras, nuestro arriero ya no sabía por cual de los caminos decidirse: el más corto iba entre el cerro Colorado y la Parva; el más largo iba por el valle del Cepo hacia arriba. Se decidió por el más largo, puesto que no sabía de las condiciones de la nieve en el otro camino. De pronto ya llevábamos 8 horas montados y cabalgábamos incansablemente por vegas y praderas cubiertas de flores.

Nuestros estómagos ya habían comenzado a gruñir cuando finalmente el arriero se dio cuenta y rápidamente nos tragamos algunas mascadas de comida y luego rápidamente estábamos montados de nuevo. Finalmente pasamos por pedazos de nieve en los que las mulas se hundieron considerablemente y llegamos a nuestro objetivo: el hotel del Cepo o Piedra Numerada a 3100 m de altitud.

Éste consiste simplemente de una roca mediana alrededor de la cual se han levantado pequeños muros de piedra. Nosotros estamos felices de poder apearnos de nuestras monturas tras 9 horas de cabalgata. 2 personas se dedican a levantar la carpa, mientras el otro se preocupa de que la sopa sea tan fuerte y contundente como sea posible.

Tras una buena noche comienza nuestro verdadero ascenso, la parte seria de la vida. Las mochilas hacen presión al comienzo, los pies parecen pesados, sin embargo, esto pasa pronto, estamos alegres y los tres tenemos una voluntad de hierro, el cerro debe caer, lo debemos ascender. A las 6:00 habíamos partido y cerca de las 10:00, favorecidos por las condiciones de la nieve, llegamos a una planicie a unos 3600 metros de altitud, cuya salida se extiende  hacia el Suroeste. Dudle, el montañista del año pasado, nos había recomendado seguir la planicie para luego llegar a la arista que se extiende junto al gran glaciar desde el Suroeste hacia el Sureste. Esta arista se encuentra más arriba con la arista principal que lleva hasta cerca de la cumbre.

El rodeo nos parece demasiado largo y una pérdida de tiempo por lo cual decidimos alcanzar directamente la arista de la cumbre por una ladera nevada que no es demasiado abrupta. Las condiciones de la nieve eran excelentes. Se habían formado pequeños penitentes, torres de nieve de unos 30 cm de altura, que nos servían de escalones. A pesar de nuestra carga alcanzamos a las 12:00 una altitud de 4100 metros, donde decidimos levantar nuestro primer campamento de altura puesto que el plan estaba hecho con dos campamentos de altura y no nos pareció que el resto del ascenso fuera demasiado duro.

Con la ayuda del piolet levantamos rápidamente una hermosa plataforma, sobre la cual se armó la carpa. El trabajo se vio dificultado por el viento que lentamente se transformó en tormenta. La famosa sopa era difícil de tomar -sabía bien-, pero debíamos sostener con una mano la carpa y con la otra, comer. A las 5:00 de la tarde nos metimos en los sacos de dormir, lo que no fue exactamente agradable: desde adentro tres piolet sostenían la carpa, seis manos agarraban con firmeza y afuera se sacudía y aullaba de tal forma que creíamos que en cualquier momento la carpa se iba a volar. Sin embargo, resistimos, también resistió nuestra pequeña carpa, aunque tuvo que ser arreglada varias veces en la noche. Obviamente era imposible pensar en dormir, sin embargo, no perdimos el coraje -era verano-, la tormenta no podía durar más de un par de horas. Estábamos contentos cuando finalmente llegó la mañana. No comimos nada, no se podía con la tormenta. Rápidamente preparamos las cosas y nos pusimos las mochilas para seguir subiendo. Para alcanzar la arista de la cumbre debíamos cruzar un nevero, al principio sin crampones, luego nos los tuvimos que poner puesto que aumentó la pendiente. La tormenta soplaba de forma despiadada, nos tiraba piedrecillas a la cara, sin embargo, lo peor debía detenerse pronto, era verano. La altitud se comenzó a sentir, los pulmones acezaban con el esfuerzo. A hurtadillas le echaba miradas a un amigo y a otro, sin embargo, junto a las gafas de sol en sus caras sólo veía arrugas sobre la frente y surcos profundos alrededor de la boca, no se rendían y eso da alegría. Paso a paso vamos golpeando el duro hielo, metro a metro se da una batalla. El cerro se defiende de forma desesperada, las ráfagas de la tormenta se hacen más fuertes, las piedrecillas cada vez más molestas. Debemos alcanzar la arista y luego encontrar un lugar adecuado para pasar la tormenta – ¡era verano! Tuvimos suerte, luego de alcanzar la arista, encontramos a 4600 m de altitud un espléndido nicho, protegido del viento desde tres lados.

El amigo Otto siguió buscando un mejor refugio, sin embargo, volvió pronto y reportó haber tenido que agarrarse acostado de las rocas para no salir volando de la arista. La tormenta se desencadenaba con furia redoblada. Violento y siniestro era su eco en las paredes de roca.

Nosotros no teníamos tiempo libre, la carpa había que armarla. Rápidamente se levantó, la cuerda para el glaciar sirvió como anclaje, los tres piolet como apoyos. Ya a las 3:00 de la tarde estábamos metiéndonos en nuestros sacos de dormir. A pesar de la protección que ofrecía nuestro lugar, afuera en la tormenta no se podía estar. Cuando estábamos ahí, cada uno ocupado consigo mismo, se me vino a la cabeza que desde hacía 24 horas que no tomábamos nada. Si debíamos pasar otra noche en vela, necesariamente debíamos comer algo, al día siguiente queríamos seguir hasta la cumbre. Usando toda mi energía me puse a preparar una sopa -no quería quedar lista-, nadie tenía hambre, pero teníamos que comer.

La pequeña veleta de la carpa aleteaba al viento, el ruido característico de la desgarradura de la tela ya nos era conocido y permanentemente aparecían otras nuevas. Desesperados intentábamos reparar la carpa, pero era imposible, la tormenta era demasiado fuerte. Nos obligó a reducir los apoyos a mitad de su altura para achicar la superficie sobre la que chocaba el viento. Como la tormenta se desencadenaba con más violencia y que atacaba a la carpa de forma cada vez más despiadada, nos vimos obligados a desarmarla. En un lugar en que normalmente caben 2 personas, se encontraban 3 malhumorados compañeros que, con manos apretadas se agarraban de algún jirón de la carpa para no perder esa débil protección.

Estaba oscuro y no podía ver nada, sólo notaba como cada ráfaga de viento tiraba un puñado de nieve contra mi cara. Esto me llevó a gritar en la noche contra la tormenta aulladora y así se escuchó con unos 5 minutos de separación la maldición: «Deja volar la mierda.» Desde el otro lado, donde se encontraba Otto, Hans estaba entremedio, llegaba como respuesta una queja impaciente. Esta persona, en ese momento esa odiada persona, ¿no tenía compasión por mis manos frías o tenía quizás compasión y miedo por nuestros cuerpos que se congelaban? De pronto fui presionado contra las rocas. Hans, que hasta entonces se encontraba en silencio, comenzó a maldecir. Había movimiento en el local: Otto se salió de su saco de dormir que estaba completamente congelado y podía ayudar de mejor forma a tapar la gran rasgadura de la carpa. Este hecho me llevó a pensar en la seda africana en mi saco de dormir y me fue fácil contarle algo a mis amigos acerca del sol africano. Sin embargo, faltó su efecto y recibí de Hans un golpe en las costillas con fuertes comentarios.

Estuvimos acostados alrededor de 8 a 10 horas. El tiempo pasó con lentitud satánica y cada vez que pensé que comenzaba a amanecer, pasaba una media o tres cuartos de hora. Debía ser la 1:00 cuando miré por última vez el reloj y cuando desde el lado de Otto sonó un grito. De pronto saltó una figura desde la oscuridad y desapareció en la tormenta de nieve. Tras algunos minutos se escuchó como se acercaban unas maldiciones espantosas, cuyo autor era Otto, que nos contó sobre una visión de algo similar a un signo de interrogación en el cielo nocturno que voló en dirección al cerro Bismarck, valle del Olivares. Finalmente entendimos, se refería a su saco de dormir que, recién importado, había emprendido su último vuelo.

Entonces empezó el caos final. Otto se cubrió con un pedazo de carpa, Hans sostenía con esfuerzo los últimos jirones y yo sacudía la nieve de mi cuerpo. Si es que hubiera nevado habría sido peor, sin embargo, el eterno aullido en la noche, el azote constante del hielo en la cara, nuestros gemidos y maldiciones lo podían volver loco a uno. Fue una «noche triste» en el verdadero sentido de la palabra. Cuando hubo un momento de tranquilidad, cité las memorables palabras de una querida madre jubilada: «Gringo loco, tiene casa, tiene familia, tiene chiquilla y se va a la cordillera a sufrir…» La lacónica respuesta fue «cierra la boca» y luego tomó nuevamente la palabra el viento.

Tras unas horas interminables, se pudieron reconocer los contornos. Sin haberlo dicho era una orden para nosotros el tener que bajar. Guardamos el par de cosas rápidamente y necesitamos algo más de tiempo para ponernos los crampones. Nuestras manos nos duelen de tal manera que necesitamos casi una hora para hacer esto. Finalmente tenemos los crampones puestos y con extremo cuidado y usando el resto de energía que nos queda, cruzamos en sentido contrario al del ascenso la ladera izquierda, puesto que un descenso por la ruta de ascenso nos parece muy arriesgado debido al peligro de avalanchas. Nos tropezamos en la tormenta de nieve que apenas ofrece 3 metros de vista, bajamos por la arista del gran glaciar y al llegar a su base saqué la cámara fotográfica para retener en una imagen las memorables caras congeladas.

Tras comer algo caminamos tambaleándonos hacia Piedra Numerada donde rápidamente una fogata y luego una sopa nos devolvieron el calor. La noche siguiente también fue desagradable, nevó y hubo tormenta, pero fue un paraíso comparada con nuestra «noche triste». El día siguiente nos encontró juntos y para no esperar de forma ociosa a don Floridor, nos propusimos ir al Portillo del Cepo. Nuevamente la tormenta de nieve nos obligó a regresar. Nuevamente tuvimos una noche húmeda en Piedra Numerada, sin embargo, grande fue nuestra alegría al día siguiente cuando don Floridor personalmente apareció con sus mulas.

El final de este primer intento fallido se convirtió en una regada celebración de fin de año con canciones alemanas en la cabaña de don Floridor. Acá también se tomó la decisión de regresar pronto para intentar nuevamente un ascenso.

Entre medio vino nuestra expedición de verano al Nevado Piuquenes en la que a continuación Krückel y Pfenniger ascendieron el volcán San José. Como Otto todavía tenía 8 días de vacaciones, buscó un compañero que encontró en Hans Dudle para regresar al Plomo y así refrescar viejos recuerdos.

Ellos cabalgaron hasta Piedra Numerada y alcanzaron desde ahí, en unas 9 horas, completamente cargados, la pirca ubicada a 5200 metros. Este fue un trabajo asombroso, si es que se piensa que nosotros en el mismo tramo levantamos 2 campamentos de altura y sólo alcanzamos los 4600 metros. Lo principal que hay que considerar es el buen estado de ambos participantes, así como de las excepcionales condiciones climáticas. Ellos siguieron, en general, la misma ruta de nuestro intento y continuaron por el mismo camino que entonces Dudle con su amigo Schuerig habían realizado. De esta forma consiguieron levantar el campamento a mayor altura que se conozca en Chile. Gracias a las magníficas condiciones climáticas pasaron una agradable noche a 5200 metros de altitud. Pusieron la carpa al otro lado de la pirca. El viernes 13 de marzo de 1931 alcanzaron la cumbre en 1 hora y 5 minutos.

Durante el ascenso la vista hacia el Sur y hacia la planicie de Santiago se va haciendo cada vez más amplia, mientras que el Plomo tenazmente oculta su vista hasta el último instante. Así sucedió que nuestros amigos quedaron fascinados al dar sus últimos pasos y, como al levantarse el telón en el teatro, vieron aparecer la enorme cordillera delante suyo. Seismiles puestos en fila y apuntando, como en un relieve, hacia el cielo azul profundo. Al alcance de la mano se alzan los colosos del Nevado del Plomo, Juncal y Nevado de los Leones. Macizos gigantes y puntas dentadas pelean por aparecer adelante. Glaciares de dimensiones enormes se extienden por kilómetros hacia los valles de más abajo. El mayor campo de glaciares del Chile central se extiende a sus pies. Esto lo demuestra el glaciar Esmeralda que, partiendo desde la Paloma se extiende sobre la cara Norte del cerro Altar y sobre la Sierra Esmeralda y luego se refuerza con las masas de hielo del Juncal para avanzar hasta la altura del Gran Salto de Olivares. La longitud del glaciar se estima en unos 25 kilómetros.

Sobresaliendo por sobre todo el resto, el Aconcagua en el Norte atrae hacia sí las miradas. Rara vez se le ofrece a uno la posibilidad de observarlo sin velos. Bien arriba, al Norte, destellan los glaciares del todavía no ascendido Mercedario. Y hacia el Sur también una infinita fila de puntas, entre las cuales se encuentran algunos conocidos como el Tupungato, el volcán Tupungatito, el Nevado de los Piuquenes, el Marmolejo, el volcán San José, el Mesón Alto, el Morado, etc. El final de este extraordinario panorama, que comienza al Norte con el Mercedario a la altura de Illapel, lo forman los Picos del Barroso, cerca de Rancagua.

Nuestros amigos tuvieron una suerte increíble con el tiempo, puesto que normalmente las primeras nubes comienzan a aparecer en esas alturas ya temprano en la mañana. Esta vez permaneció completamente despejado y sin viento, de forma que ellos pudieron disfrutar en calma en la cumbre por tres horas.

Como quedó suficiente tiempo, Otto aprovechó la oportunidad para buscar el saco de dormir perdido en el primer intento. Por una hora buscó sin éxito, lo que demuestra que efectivamente el saco se voló hacia el valle de Olivares. En cambio encontró la vara de la carpa perdida en la tormenta. Aparte de eso, el descenso se realizó bien y con orgullo nos contaron nuestros amigos de sus experiencias. La descripción de la vista que disfrutaron desde el Plomo fue tan inspiradora que nosotros, Krückel, Aust y yo, decidimos de inmediato ascender el cerro para semana santa. Sabíamos que la época del año ya era tardía y que debido a esa razón el mal tiempo podía frustrar nuestro plan.

El viernes santo estábamos montados en las mulas de don Floridor cabalgando hacia Piedra Numerada.

Por la tarde admirábamos a la luz de la luna desde muy cerca los enormes glaciares del Plomo.

La voluntad estaba firme e inquebrantable. Debíamos vengarnos de aquella noche de diciembre. A la mañana siguiente: corta despedida de nuestro arriero y de las mulas, un tirón a las mochilas, una mirada a los piolets y paso a paso van subiendo tres personitas por el primer acarreo.

En general, seguimos la misma ruta de diciembre y llegamos a las 10:00 a nuestro primer campamento a 4100m. Acá debimos ponernos los crampones puesto que el glaciar, en toda su extensión, mostraba hielo desnudo en el cual apenas se afirmaban los zapatos. Así pasan horas por el monótono hielo siempre hacia arriba hasta que cerca de las 3:00 de la tarde alcanzamos una altitud de 4600 m. Al comienzo habíamos decidido repetir la marcha forzada de Pfenniger y Dudle y avanzar hasta la pirca a 5200 metros. A la vista de la hora tan tardía y a las difíciles condiciones del hielo que encontramos, lo pensamos bien y preferimos quedarnos finalmente en nuestro viejo conocido campamento de la «noche triste». Una travesía hacia la izquierda por el glaciar hacia la arista principal nos llevó rápido, aunque no de forma segura, hubo pasadas peligrosas hasta nuestro campamento. Rápidamente levantamos la carpa, la sopa esta vez sabía bien, sin embargo, a eso de las 5:00 nos metimos en nuestros sacos de dormir, esperando un reparador sueño para el día de cumbre. Estúpidamente el dios del tiempo había decidido algo diferente, tras una hora escuchamos el horrible aullido de la tormenta del Plomo. No pasó mucho tiempo y ya estaban cayendo los primeros granizos contra la carpa. No se podía pensar en dormir. Debido a eso decidimos a medianoche preparar un té caliente lo que lamentablemente trajo como consecuencia que el amigo Aust casi se ahogue con los vapores del alcohol de tal forma que se sintió mal por el resto de la expedición. Para mi vergüenza debo reconocer que mi firme voluntad de ascender el cerro se había transformado en un impulso por regresar y por eso es entendible que haya hecho propaganda por esto en forma constante. Aust reaccionó encantado, Krückel con enfado. Tras una noche de insomnio y frío comenzó a amanecer. Todavía duraba la tormenta y sólo Krückel quería subir de cualquier forma a la cumbre. Como yo no me sentía especial y, por otro lado, me avergonzaba por no haber tomado la pelea realmente en serio, le pedí a Krückel tener una hora más de paciencia. A eso de las 7:00 de la mañana comenzó la verdadera pelea por el Plomo. Dos miserables personas se balanceaban contra la tormenta, luchando paso a paso, guiados por una voluntad de hierro para vivir y sentir lo que les fue permitido antes a nuestros amigos. Así alcanzamos una altitud de 5100 metros. Mientras tanto había cambiado la página, Krückel sentía molestias estomacales y yo, por mi parte, me sentía bien. Yo debía estar unos 50 metros adelante cuando oí desde abajo un llamado. Cuando llegó más cerca, Krückel me informó que quería regresar. Al principio vi tambalear nuestro proyecto. Sin embargo, uniendo nuestras fuerzas, siempre luchando contra la tormenta de nieve, alcanzamos luego la pirca a 5200 metros de altitud, hasta donde Krückel había prometido acompañarme.

Estábamos asombrados de haber encontrado acá arriba una construcción como ésta. Maravillados estudiamos los gruesos muros de casi 3 metros en los cuales, antes de la visita del minero en 1920, los incas habían puesto los ídolos de plata.

Sin embargo, no teníamos tiempo para pensamientos poéticos y rendir homenajes a los antiguos dioses del sol: estaba penosamente frío, teníamos los nervios extremadamente tensos por llegar a la cumbre. Los últimos 200 metros nos exigieron el uso de todas nuestras fuerzas. Haciendo cada vez pausas más largas avanzamos por la ladera de hielo. A la mitad del camino perdí de vista a mi amigo, pero yo no quería rendirme, no podía rendirme. Tenía que conseguir los últimos 100 metros. Junto a las 2 pircas superiores, 20 metros bajo la cumbre, me recosté protegido por una piedra y esperé una hora a Krückel. No venía. Junté mis fuerzas y con paso vacilante avancé hacia la cumbre. Junto al hito de piedra me sentí completamente agotado. Con las últimas fuerzas saqué el libro de cumbre y me lo puse entre los dientes para que no se volara con la tormenta y así puse mi nombre en él. La felicidad de la cumbre y la vista me daban lo mismo, sólo tenía en mi mente la idea de bajar y volver con Krückel. 50 metros más abajo me encontré con mi compañero. ¡El viejo lo va a lograr! De nuevo esperé una hora por él y apareció tambaleando. En silencio me dio la mano. Habíamos luchado y triunfado.

En nuestro campamento de altura encontramos un legajo de papel en el que sólo resonaba la pregunta: «¿lo consiguieron?» Sin embargo, sólo nos interesaba el té humeante que Aust nos había preparado.

Rápidamente estaban listas todas nuestras cosas para el descenso.

Durante la travesía de la última ladera con hielo, sufrimos un incidente: el amigo Aust, a pesar de los crampones, perdió el equilibrio y resbaló perdiendo el piolet casi 150 metros por el hielo hacia abajo. En el punto más peligroso, que podría haber sido desastroso puesto que habría sido arrastrado otros 1000 metros hacia abajo, pudo afirmar los crampones en el hielo y detenerse. El destino tenía buenas intenciones, un tobillo torcido, un hombro doblado y nada de piel en las manos fueron las consecuencias.

Así fue como alcanzamos, tarde y con grandes esfuerzos, nuestro campamento base en Piedra Numerada. La cabalgata al día siguiente hacia Corrales Quemados fue para el amigo Aust un gran sufrimiento.

Con una sensación de orgullo y gran satisfacción observábamos el plomo desde abajo. Y cuando alguna vez seamos ancianos débiles y con manos temblorosas le aconsejemos a nuestros nietos subir hacia allá, recién entonces vamos a disfrutar de la verdadera felicidad por lo conseguido.

Traducción: Álvaro Vivanco

Artículo publicado originalmente en la Revista Andina 1931 Heft 6